Mirá como termina el libro “La peste”, de Camus, escrito en 1947:
"A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad, nuestros conciudadanos no
se apresuraron a estar contentos. Los meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su
deseo de liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían acostumbrado a contar
cada vez menos con un próximo fin de la epidemia. Sin embargo, el nuevo hecho estaba en
todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada.
Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la peste tenían poco peso al
lado de este hecho exorbitante: las estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que la
era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que
nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la
forma en que reorganizarían su vida después de la peste.
Todo el mundo estaba de acuerdo en creer que las comodidades de la vida pasada no se
recobrarían en un momento y en que era más fácil destruir que reconstruir. Se imaginaban,
en general, que el aprovisionamiento podría mejorarse un poco y que de este modo
desaparecería la preocupación más apremiante. Pero, en realidad, bajo esas observaciones
anodinas una esperanza insensata se desataba, de tal modo que nuestros conciudadanos no se
daban a veces cuenta de ello y afirmaban con precipitación que, en todo caso, la liberación
no sería para el día siguiente.
Y así fue; la peste no se detuvo al otro día, pero a las claras se empezó a debilitar más de prisa
de lo que razonablemente se hubiera podido esperar. Durante los primeros días de enero, el
frío se estabilizó con una persistencia inusitada y pareció cristalizarse sobre la ciudad. Sin
embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Durante días enteros su esplendor inmutable y
helado inundó toda la ciudad con una luz ininterrumpida. En este aire purificado, la peste, en
tres semanas, y mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres cada
día menos numerosos. Perdió en un corto espacio de tiempo la casi totalidad de las fuerzas
que había tardado meses en acumular. El suero de Castel empezó a tener, de pronto, éxitos que hasta entonces le habían sido negados. Cada una de las medidas tomadas por los médicos, que
antes no daban ningún resultado, parecieron inesperadamente dar en el clavo.
Era como si a la peste le hubiera llegado la hora de ser acorralada y su debilidad súbita diese fuerza a las armas embotadas que se le habían opuesto. Sólo de cuando en cuando la enfermedad
recrudecía y de un solo golpe se llevaba a tres o cuatro enfermos cuya curación se esperaba.
Eran los desafortunados de la peste; los que mataba en plena esperanza. Pero, en conjunto, la infección retrocedía en toda la línea, y los comunicados de la prefectura, que primero habían hecho nacer tan tímida y secreta esperanza, acabaron por confirmar, en la mente de todos, la convicción de que la victoria estaba alcanzada y de que la enfermedad abandonaba sus posiciones. En verdad, era difícil saber si se trataba de una victoria, únicamente estaba uno obligado a comprobar que la enfermedad parecía irse por donde había venido. La estrategia que se le había opuesto no había cambiado: ayer ineficaz, hoy aparentemente afortunada. Se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado. "