Agradezco a los organizadores de la Feria del Libro de Buenos Aires honrarme con la invitación a ocupar esta tribuna el día de la inauguración. He tenido ya ocasión de participar en ella hace algunos años y me alegra saber que ha ido creciendo y atrayendo cada vez a más editores, libreros y lectores hasta convertirse en una de las ferias del libro más importantes en todo el ámbito de nuestra lengua.
No me extraña nada que haya ocurrido así. Desde la primera vez que pisé Buenos Aires, hace de esto cerca de medio siglo, advertí que esta ciudad y los libros tenían una afinidad recóndita, comparable a la que sólo había advertido antes en París, y que, al igual que esta última, Buenos Aires era una ciudad de librerías -modernas y anticuarias-, de cafés literarios, de escribidores y lectores, donde todo letraherido se sentía inmediatamente en su casa. No es por eso nada raro que uno de los más grandes creadores de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, fuera un porteño y que se pueda decir de su extraordinaria obra que toda ella es como la exhalación imaginaria emanada de una biblioteca, institución en la que Borges, recordemos, en uno de sus más bellos textos, materializó el Paraíso.
Agradezco a los organizadores de este certamen haber resistido las presiones de algunos colegas y adversarios de mis ideas políticas para desinvitarme. Y extiendo mi agradecimiento a la Presidenta, señora Cristina Fernández de Kirchner, cuya oportuna intervención atajó aquel intento de veto. Ojalá esta toma de posición en favor de la libertad de expresión de la mandataria argentina se contagie a todos sus partidarios y guíe su propia conducta de gobernante. Este episodio, me parece, más allá de lo anecdótico, plantea un asunto interesante y actual que no me parece inadecuado abordar en el marco de este certamen con una breve exposición que se podría titular: “La libertad y los libros”.
Manuscritos, impresos y, ahora, digitales, los libros representan la diversidad humana (mientras no sean expurgados, claro está). A condición de que puedan participar en ella sin discriminación, cortes, sin censura, los libros de una Feria del Libro son, en pequeño formato, la humanidad viviente, con lo mejor y lo peor que ella tiene: sus creencias, sus fantasías, sus conocimientos, sus sueños, sus amores y sus odios, sus prejuicios, sus pequeñeces y grandezas. Ningún espejo retrata mejor a esa colectividad de hombres y mujeres que conforman las diversas tradiciones, culturas, etnias, lenguajes, mitos, costumbres, modos y modas del fenómeno humano. Esa extraordinaria variedad desaparece cuando, abandonando la superficie, gracias a los libros nos sumergimos en lo profundo hasta llegar a aquellas raíces o denominadores comunes de la especie, pues allí descubrimos lo que hay de solidario y semejante por debajo de aquella frondosa variedad: una condición, unos sentimientos, unos anhelos, unas alegrías y unos miedos que establecen una identidad recóndita sobre las diferencias y distancias que la historia ha ido forjando entre razas, pueblos y culturas a lo largo de los siglos.
Los libros nos ayudan a derrotar los prejuicios racistas, étnicos, religiosos e ideológicos entre los pueblos y las personas y a descubrir que, por encima o por debajo de las fronteras regionales y nacionales, somos iguales en el fondo, que los “otros” somos en verdad “nosotros” mismos. Gracias a los libros viajamos en el espacio y en el tiempo, como hizo Julio Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos sin salir de su biblioteca, y comprobamos que, con todos sus matices y variantes, la humanidad es una sola y compartida.
Podemos comparar el mundo de los libros que en estos momentos nos rodea con un bosque encantado. Ellos están allí, quietos, inertes, silenciosos, como los árboles y las plantas de las fantásticas historias infantiles, esperando la varita mágica que los anime. Basta que los abramos y celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos convocada por la hechicería de sus letras y palabras, y un surtidor de ideas, imágenes y sugestiones se eleve del papel hacia nosotros, nos impregne, arrebate y traslade a otra vida, a menudo más rica, coherente, intensa y entretenida que la vida verdadera, en la que a menudo las rutinas embrutecedoras cotidianas nos dejan apenas resquicios para la exaltación y la felicidad.
La vida de los libros nos enriquece y nos transforma. Nos hace más sensibles, más imaginativos y, sobre todo, más libres. Más críticos del mundo tal como es y más empeñados en que cambie también él y se vaya acercando a los mundos que inventamos a imagen y semejanza de nuestros deseos y sueños.
Por eso, los libros son un testimonio inapelable de las carencias y deficiencias de la vida, aquellas que incitan a los seres humanos a crear mundos de fantasías y a volcarlos en ficciones para poder tener aquello que la vida que vivimos no nos da. El viaje al corazón de ese bosque encantado de los libros no es gratuito, un paseo divertido y sin secuelas. Es un viaje que deja huellas en el sentimiento y la inteligencia del lector, la comprobación de que el mundo real está mal hecho, pues no basta para colmar nuestros anhelos. ¿Para qué inventaríamos otros mundos si con éste nos bastara? Es imposible no salir de un buen libro sin la extraña insatisfacción de estar abandonando algo perfecto para volver a lo imperfecto y empezar a mirar el entorno con cierto desánimo y frustración. Nada ha hecho que el mundo progrese tanto desde los tiempos de la caverna primitiva hasta la era de la globalización como ese viaje a lo imaginario que acompaña a hombres y mujeres desde su más remoto pasado y del que da testimonio inequívoco el mundo vertiginoso y laberíntico de los libros.
No es sorprendente, por ello, que los libros hayan despertado, a lo largo de la historia, la desconfianza, el recelo y el temor de los enemigos de la libertad, de quienes se creen dueños de las verdades absolutas, de todos los dogmáticos y fanáticos que han sembrado de odio y violencia zigzagueante el curso de la civilización.
La Inquisición lo vio clarísimo: los libros deben ser examinados y purgados por censores estrictos para asegurar que sus contenidos se ajusten a la ortodoxia y no se deslicen en ellos apostasías y desviaciones de la doctrina verdadera. Dejarlos prosperar sin esa camisa de fuerza de la censura previa sería poblar el mundo de heterodoxias, teorías subversivas, tentaciones peligrosas y desafíos múltiples a las verdades canónicas. Esta mentalidad llevó a decidir que todo un género literario -la novela- fuera prohibida durante los tres siglos que duró la colonia en todas las posesiones españolas de América. Durante trescientos años no se pudo editar ni importar ficciones en las colonias americanas. El contrabando se encargó de que muchas novelas circularan en nuestras tierras, felizmente. Pero una de las perversas -o tal vez felices- consecuencias de esta prohibición fue que, en América latina, como la ficción fue reprimida en el género que la expresaba mejor -las novelas- y como los seres humanos no podemos vivir sin ficciones, éstas se la arreglaron para contaminarlo todo -la religión, desde luego, pero también las instituciones laicas, el derecho, la ciencia, la filosofía y, por supuesto, la política-, con el previsible resultado de que, todavía en nuestros días, los latinoamericanos tengamos grandes dificultades para discernir entre lo que es ficción y lo que es realidad. Eso ha sido muy beneficioso en los dominios del arte y la literatura, pero bastante catastrófico en otros, en los que sin una buena dosis de pragmatismo y de realismo -saber diferenciar el suelo firme de las nubes- un país puede estancarse o irse a pique. Los comisarios políticos han reemplazado en la vida moderna a los inquisidores de antaño.
Vez que se ha apoderado de un gobierno un fanático religioso, ideológico o un caudillo megalómano que se cree dueño de la verdad absoluta, los libros se han visto sometidos a purgas, recortes y vejaciones para tratar de evitar que lo que ellos encarnan mejor que nadie -la diversidad humana, la variedad de ideas, creencias, puntos de vista, costumbres y tradiciones- se divulgue y contradiga la visión dogmática, excluyente y autoritaria entronizada. Nazis, fascistas, comunistas, caudillos militares o civiles enceguecidos por los espejismos de las verdades absolutas han tratado a lo largo de toda la historia y en todas las geografías del planeta de domesticar y embridar el espíritu creativo, insumiso y crítico -que ha sido siempre el motor del cambio-, pero, por fortuna, siempre han fracasado. Dejando, eso sí, en el camino una miríada de víctimas -torturados, encarcelados y asesinados- que, pese a la represión y a las persecuciones, mantuvieron siempre viva aquella llama de libertad que anida, como un alma secreta, en el corazón de los libros.
Leer nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer y que los libros puedan escribirse e imprimirse sin inquisidores ni comisarios que los mutilen para que encajen dentro de las estrechas orejeras con que ellos aprisionan la vida. Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva.
Una de las mejores tradiciones de la Argentina ha sido ser un país de libros, escritores y lectores. Yo lo recuerdo muy bien, pues mi infancia y mi adolescencia se nutrieron de revistas y libros (y, añadiré, películas y canciones) que se producían y editaban en este país y se difundían por todos los rincones de América. Por ejemplo, llegaban puntualmente a Cochabamba, la ciudad boliviana donde viví hasta los diez años. Recuerdo muy bien la llegada periódica de Leoplán para el abuelo, el Para Ti que leían mi madre y m abuela y el Billiken que yo esperaba como maná del cielo. Más tarde, de universitario en San Marcos, en Lima, conocí la literatura más renovadora y moderna (de Faulkner a Thomas Mann, de Joyce a Sartre, de Camus a Forster, de Eliot a Hemingway) gracias a las traducciones que editoriales como Losada, Sudamericana, Emecé, Sur y otras publicaban y distribuían por todo el continente. Como innumerables jóvenes latinoamericanos de mi generación, puedo decir por eso que debo buena parte de mi formación literaria a esa pasión por los libros que anida en el corazón de la cultura argentina.
Hago votos por que esa hermosa tradición se renueve y fortalezca y que sea la mejor expresión de ello esta Feria del Libro de Buenos Aires.
–La Sociedad Mont Pelerin es una sociedad creada fundamentalmente para pasar revista o tomar el pulso a la situación de la economía en el mundo. Es una sociedad que crean especialistas en economía, a la cual yo no pertenezco. Es la primera vez en mi vida que he asistido a una reunión de la Mont Pelerin. Yo estoy totalmente a favor de la libertad económica como un correlato de o contrapartida de la libertad política. Esa es mi visión del liberalismo. Esa es la visión de liberalismo de los liberales que admiro, que leo.
-Esa es la postura de un liberal. Un liberal es un señor que cree en la libertad y que cree que la libertad es indivisible, que no se puede dividir la libertad política de la económica. Ese es un principio básico del liberalismo. Está en Adam Smith, el padre del liberalismo. Si hay alguien que pretende dividir la libertad política y económica, se equivoca: no tiene derecho a ser llamado un liberal o da una visión completamente corrompida y criticable del liberalismo. Eso no es el liberalismo que defiendo y con el que yo me siento identificado. Además, creo haber demostrado que mi conducta es una conducta clarísimamente de defensa de la libertad en el campo político, en el campo social y en el campo económico.
-Por ejemplo los demócratas cristianos son absolutamente demócratas, pero ellos creían que el Estado tenía que intervenir masivamente en la economía para suplir lo que llamaban las desigualdades de base. Los liberales siempre hemos criticado esa idea.
–No hablo de hacer revoluciones, pero sí de que existan una democracia y unas instituciones que permitan frenar las malas leyes. Por ejemplo en el Perú, en la época de Alan García, nosotros conseguimos parar una medida, que para mí era el final de la democracia: la nacionalización de los bancos. Y la paramos en democracia, sin hacer nada sedicioso, mediante manifestaciones y actos públicos. Y al final conseguimos que esa ley, que era una mala ley que podía acabar con la democracia en el Perú, no prosperara, diera marcha atrás y no hubo ningún muerto, ningún preso.
-Hay formas de copiar la orientación, hay formas de entender que la creación de la riqueza pasa por el mercado, no pasa por el estatismo.
–Lula de pronto se encuentra con un país preparado gracias a la extraordinaria habilidad y la inmensa cultura de Henriquez Cardoso, que es el que abre la modernidad para Brasil, el que introduce una economía de mercado auténtica, el que hace entender a la izquierda brasileña que no hay creación de riqueza sin mercado, sin empresa privada, sin inversiones, sin integración al mundo. Y Lula, en buena hora para Brasil, sigue esa ruta.
No sé si “de derecha”, pero sí claramente “derechoso”…
Manuscritos, impresos y, ahora, digitales, los libros representan la diversidad humana (mientras no sean expurgados, claro está). A condición de que puedan participar en ella sin discriminación, cortes, sin censura, los libros de una Feria del Libro son, en pequeño formato, la humanidad viviente, con lo mejor y lo peor que ella tiene: sus creencias, sus fantasías, sus conocimientos, sus sueños, sus amores y sus odios, sus prejuicios, sus pequeñeces y grandezas. Ningún espejo retrata mejor a esa colectividad de hombres y mujeres que conforman las diversas tradiciones, culturas, etnias, lenguajes, mitos, costumbres, modos y modas del fenómeno humano. i[/i]
Podemos comparar el mundo de los libros que en estos momentos nos rodea con un bosque encantado. Ellos están allí, quietos, inertes, silenciosos, como los árboles y las plantas de las fantásticas historias infantiles, esperando la varita mágica que los anime. Basta que los abramos y celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos convocada por la hechicería de sus letras y palabras, y un surtidor de ideas, imágenes y sugestiones se eleve del papel hacia nosotros, nos impregne, arrebate y traslade a otra vida, a menudo más rica, coherente, intensa y entretenida que la vida verdadera, en la que a menudo las rutinas embrutecedoras cotidianas nos dejan apenas resquicios para la exaltación y la felicidad.
La vida de los libros nos enriquece y nos transforma. Nos hace más sensibles, más imaginativos y, sobre todo, más libres.
Por eso, los libros son un testimonio inapelable de las carencias y deficiencias de la vida, aquellas que incitan a los seres humanos a crear mundos de fantasías y a volcarlos en ficciones para poder tener aquello que la vida que vivimos no nos da. El viaje al corazón de ese bosque encantado de los libros no es gratuito, un paseo divertido y sin secuelas. Es un viaje que deja huellas en el sentimiento y la inteligencia del lector, la comprobación de que el mundo real está mal hecho, pues no basta para colmar nuestros anhelos. ¿Para qué inventaríamos otros mundos si con éste nos bastara? Es imposible no salir de un buen libro sin la extraña insatisfacción de estar abandonando algo perfecto para volver a lo imperfecto y empezar a mirar el entorno con cierto desánimo y frustración. Nada ha hecho que el mundo progrese tanto desde los tiempos de la caverna primitiva hasta la era de la globalización como ese viaje a lo imaginario que acompaña a hombres y mujeres desde su más remoto pasado y del que da testimonio inequívoco el mundo vertiginoso y laberíntico de los libros.
Esto es lo que querìa escuchar de vos, Varguitas (asì lo llamaba la Tìa Julia, asì tambièn llamo yo al escritor que, en sus obras, no me defrauda)
Me parece excesivo. Para calificar a una persona de derecha hacen falta muchos items más. No nos olvidemos que la libertad es una pata fundamental de la ideología de izquierda.
No entiendo tampoco por qué tanta bronca hacia este tipo, se lo califica como si hubiese apoyado a alguna dictadura.
Considera que el mercado es el mejor es el mejor asignador de recursos y que el liberalismo económico lleva a la prosperidad de la gente, como él cree que pasó en Brasil. ¿eso lo hace merecedor de tantas críticas?
Vuelvo a decirlo, si es sólo por eso o por las críticas hacia el gobierno, me parecen excesivas las críticas.
¿Qué críticas y qué bronca, por parte de quién? Seamos precisos, porque críticas puede haber muchas y muy diferentes entre sí.
Decir que es “de derecha” no es una crítica, es una valoración.
A mí me parece bastante derechoso, no puedo ubicarlo en un lugar preciso (tampoco tengo el medidor de ideologías), y además sé que en nuestro país se entiende de manera diferente la cuestión. Eso sí, considero que el factor económico subyace a los demás factores (político, social, etc.) y creo que una persona que defiende el libre mercardo y rechaza el intervencionismo estatal no tiene ni medio pelo de izquierda. Ni siquiera se lo puede considerar un socialdemócrata…
Defiende la libertad de quien? Es vomitivo políticamente como habla. Habló de la Argentina y dijo que estabamos mejor en la década de 1880 hasta 1940 por el liberalismo económico. Es tremendo hijo de puta.
Pero está bien que venga a hablar por mas sorete que sea.
Me hago cargo, porque yo creo que escribí eso (estaría bueno que si quotees el mensaje pongas de quien es) y la verdad no me arrepiento en lo mas mínimo.
A mi me parece que alguien que sostiene la política económica y social de esa época, denostando lo que vino después cuando mal o bien hubo una mayor inclusión social, es un sorete con todas las letras. Porque aparte se sabe que no habla desde la ignorancia, sino que sabe muy bien de lo que está hablando y lo que defiende.
Que otras cosas harían falta para calificar a alguien de derecha ?
Sí, a mi también me suena que es tuyo ese párrafo.
El tipo sostiene que la Argentina de principio de siglo, donde no había sufragio universal, donde el fraude electoral era moneda corriente, donde una reducida oligarquía porteña vivía entre viajes de lujos a Europa y sus palacios en Retiro, mientras el resto del país se cagaba de hambre, era un país próspero. Bastante nefasto.
Lo de Horacio González fue mal interpretado a mas no poder. Una y mil veces se aclaró que no fue la invitación a VLL contra lo que Horacio alzó la voz, sino contra el hecho de que inaugurara la feria (“Yo quiero escuchar a Vargas Llosa, es necesario un debate con Vargas Llosa. El tema es que la inauguración tendría una connotación inconveniente en estos momentos”.)
Por otro lado hay muchas otras posturas suyas criticables, como haber terminado apoyando la guerra de Irak, o como el desconocimiento desde el que habla cuando se refiere a los procesos populares históricos y actuales del continente, que hace patente por ejemplo en su charla de ayer cuando pregunta qué le pasó a Argentina que era un país que vivía en democracia a principios de siglo XX, cuando bien cualquier argentino o extranjero que leyó de nuestra historia sabe qué clase de democracia era la de la generación del 80, o la de la década infame.
Sumado esto a la sensación de que VLL no es capaz de superar ciertas complejidades de la realidad en que vive (vendría a ser según sus palabras “lo no ficcional”), y yo no soy quién para criticarlo pero me da la impresión de que hay muchos “vacíos” en sus posturas políticas, que no permiten terminar de entender ese viraje que el describe, muy de polo a polo bajo mi forma de ver, desde la izquierda revolucionaria más idealista hasta el liberalismo a ultranza, sin nada en el medio. Sería ese mismo vacío el que existe entre “la época dorada” (según su cosmovisión) de la Argentina y su posterior estado de decadencia. Difícilmente mencione a las recetas del neoliberalismo como causantes del empobrecimiento cultural de la sociedad, pero seguramente sí refiera al peronismo como responsable de la degradación de las instituciones democráticas. ¿Tendrá idea de cuando empezaron a votar las mujeres en nuestro país?