river1997 , sos el tipo mas ignorante ,pelotudo y manejable que he tenido la desgracia de conocer .
Viviste en alguna colonia yankee ?.
Que podes hablar del resto del planeta ? saliste alguna vez a algun pais desarrollado ?, o todas las ganzadas que vomitas son por lo que te vende la tele , consumista de la desinformacion , piquetero intelectual .
Chupala donnabo , sos un pobre perejil , un lorito parlanchin que repite las pelotudeses que dice el papi , o bien un pobre pendejito que se la pasa todo el dia frente a la tele jugando con avioncitos de la navy .
usa usa usa !!! Cuanto te falta para crecer , si abrieras un poquito los ojos te daria verguenza lo que escribis .
CONOZCO EUROPA, A EE.UU FUI A MIAMI NADA MAS , SOLO 15 DIAS.
UN POCO DEL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA :
IX «YANQUI, GO HOME»
Entre todos los síntomas externos del idiota latinoamericano,
probablemente ninguno sea tan definitorio como el del antiyanquismo.
Es difícil llegar a ser un idiota perfecto,
redondo, sin fisuras, a menos de que en la ideología del
sujeto en cuestión exista un sustantivo componente
antinorteamericano. Incluso, hasta puede formularse una regla
de oro en el terreno de la idiotología política
latinoamericana que establezca el siguiente axioma: «Todo
idiota latinoamericano tiene que ser antiyanqui, o —de lo
contrario — será clasificado como un falso idiota o un idiota
imperfecto».
Pero el asunto no es tan sencillo. Tampoco basta con ser
antiyanqui para ser calificado como un idiota latinoamericano
convencional. Odiar o despreciar a Estados Unidos ni siquiera
es un rasgo privativo de los cabezacalientes
latinoamericanos. Cierta derecha, aunque por otras razones,
suele compartir el lenguaje antiyanqui de la izquierda
termocefáli-ca. ¿Cómo es posible esa confusión? Elemental. El
antiyan-quismo latinoamericano fluye de cuatro orígenes
distintos: el cultural, anclado en la vieja tradición
hispanocatólica; el económico, consecuencia de una visión
nacionalista o marxista de las relaciones comerciales y
financieras entre «el imperio» y las «colonias»; el
histórico, derivado de los conflictos armados entre
Washington y sus vecinos del sur, y el sicológico, producto
de una malsana mezcla de admiración y rencor que hunde sus
raíces en uno de los peores componentes de la naturaleza
humana: la envidia.
A este tipo de idiota latinoamericano —el más atrasado en la
escala zoológica de la especie — le molestan las ciudades
limpias y cuidadas de Estados Unidos, su espléndido nivel de
vida, sus triunfos tecnológicos, y para todo eso tiene una
explicación casi siempre rotunda y absurda: no es una
sociedad ordenada, sino neurótica, no son prósperos sino
explotadores, no son creativos, sino ladrones de cerebros
ajenos En la prensa panameña —por ejemplo— se ha llegado a
pu! blicar que los jardines cuidados de la zona del Canal y
las casas pintadas —y luego entregadas a los panameños— no
formaban parte de la cultura nacional, lo que justificaba su
transformación en otro modo de vida gloriosamente cochambroso
y caótico, pero nuestro.
Los yanquis, para el idiota latinoamericano, desempeñan
además, un rol ceremonial extraído de un guión nítidamente
freudiano: son el padre al que hay que matar para lograr la
felicidad. Son el chivo expiatorio al que se le transfieren
todas las culpas: por ellos no somos ricos, sabios y
prósperos. Por ellos no logramos el maravilloso lugar que
merecemos en el concierto de las naciones. Por ellos no
conseguimos volvernos una potencia definitiva.
¿Cómo no odiar a quien tanto daño nos hace? «No odiamos al
pueblo gringo — dicen los idiotas — sino al gobierno.» Falso:
los gobiernos cambian y el odio permanece. Odiaban a los
gringos en época de Roosevelt, de Truman, de Eisenho-wer, de
Kennedy, de Johnson, de Nixon, de Cárter, de Clinton, de
todos. Es un odio que no cede ni se transforma cuando cambian
los gobiernos.
¿Es un odio, acaso, al sistema? Falso también. Si el idiota
latinoamericano odiara el sistema, también sería
anticanadiense, antisuizo o antijaponés, coherencia
totalmente ausente de su repertorio de fobias. Más aún: es
posible encontrar antiyanquis que son filobritanicos o
filogermánicos, con lo cual se desmiente el mito de la
aversión al sistema. Lo que odian es al gringo, como los
nazis odiaban a los judíos o los franceses de Le Pen detestan
a los argelinos. Es puro racismo, pero con una singularidad
que lo distingue: ese odio no surge del desprecio al ser que
equivocadamente suponen inferior, sino al que —también
equivocadamente — suponen superior. No se trata, pues, de un
drama ideológico, sino de una patología significativa: una
dolencia de diagnóstico reservado y cura difícil.
En todo caso, a lo largo de este libro hay diversos análisis
v numerosas referencias al antiyanquismo originado en in-.
erpretaciones torcidas de las cuestiones económicas y
culturales —véanse, por ejemplo, el capítulo dedicado al
«árbol genealógico» del idiota o las constantes advertencias
sobre el papel real de las transnacionales—, de manera que
centraremos las reflexiones que siguen en los conflictos
«imperiales» entre Estados Unidos y sus vecinos del sur, para
lo cual acaso resulte apropiado comenzar por la amarga frase
latinoamericana tantas veces escuchada:
Estados Unidos más que un país es un cáncer que ha hecho
metástasis.
Cualquiera que se asome a un mapa estadounidense del verano
de 1776 —tras la proclamación de la independencia — y lo
contraste con otro trazado en el invierno de 1898 —una vez
terminada la guerra Hispano-Norteamericana—, puede muy bien
llegar a la conclusión de que Washington es la capital de uno
de los imperios más voraces del mundo contemporáneo. En ese
siglo largo Estados Unidos dejó de ser un país relativamente
pequeño —algo más de la mitad de lo que es hoy Argentina —,
formado por trece colonias avecindadas en la franja costera
media del Atlántico americano, y pasó a convertirse en un
coloso planetario «de costa a costa», con territorios en el
Pacífico, en el Caribe y en la proximidad del Polo Norte.
Según la lectura progresista de los hechos que explican este
«crecimiento», a la que es tan adicto nuestro entrañable
idiota latinoamericano, lectura basada en una interpretación
ideológica totalmente descontextualizada, Estados Unidos,
mediante la fuerza o la intimidación, despojó a Francia de la
inmensa Louisiana, decretó la Doctrina Monroe para
enseñorearse en el Nuevo Mundo, le arrancó a México la mitad
de su territorio, obligó al Zar ruso a venderle Alaska, y
atacó a España en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, sin otro
objeto que anexarse los restos de un decadente imperio
español totalmente incapaz de defenderse. Una vez cometidas
estas fechorías, a punta de pistola, o a punta de
intervenciones y de conspiraciones encaminadas a sostener sus
intereses económicos han hecho y deshecho a su antojo en el
Tercer Mundo, y especialmente en América Latina. Desde esta
perspectiva, George Washington, Jefferson, Madison, Adams y
el resto de los padres de la patria, abrigaban designios
imperialistas desde el momento mismo en que se fundó la
república.
¿Cuánto hay de ficción y cuánto hay de verdad en esta muy
extendida percepción de Estados Unidos? Naturalmente, a los
autores de este libro no les interesa exculpar a Estados
Unidos de los atropellos que hayan podido cometer —y
algunos, ciertamente, han cometido, como se verá —, pero sí
están convencidos de que una interpretación victimista de la
historia —en la que nosotros somos las víctimas y los
norteamericanos son los verdugos — no contribuye a enmendar
la causa profunda de los males que aquejan a nuestras
sociedades. Por el contrario: contribuye a perpetuarla.
Acerquémonos, pues, a los hitos fundamentales del
«imperialismo americano», no con la mirada extemporánea de
hoy, sino con la visión que entonces prevalecía y en la que
se fundaron los hechos que estremecen la conciencia moral de
nuestros iracundos idiotas contemporáneos.
Los imperialistas norteamericanos comenzaron su despojo del
Tercer Mundo con el exterminio, saqueo y explotación de los
aborígenes.
Es cierto —¿quién puede dudarlo? — que los indios de lo que
hoy llamamos Estados Unidos fueron aniquilados o desplazados
por los europeos, pero hay matices dentro de esa inmensa
tragedia (todavía inconclusa tanto al sur como al norte del
Río Grande) que vale la pena examinar. Y el primero es la
fundamentación de la supuesta legitimidad europea para
apoderarse del continente descubierto por Cristóbal Colón.
España y Portugal —por ejemplo — basaron la legitimidad de
su soberanía americana en las concesiones adjudicadas por la
autoridad papal a unas naciones católicas que se comprometían
en la labor de evangelización. Inglaterra — cuya monarquía se
desembarazó de Roma en el XVI — y Francia, en cambio, la
buscaron en los derechos derivados de «descubrimientos» de
aventureros y comerciantes colocados bajo sus banderas.
Holanda, siempre tan capitalista, la dedujo de la metódica
compra de territorio a los indios, como nos recuerda la
transacción que situó a la isla de Manhattan bajo la
soberanía holandesa por el equivalente de unos pocos miles de
dólares. Rusia, autodesignada heredera de Bizancio, que a
nada ni nadie se encomendaba, la obtuvo de su condición de
imperio incesante e inclemente que en apenas doscientos años,
mediante el simple expediente de enviar expediciones
militares/comerciales a las fronteras limítrofes, sin prisa
ni tregua fue convirtiendo el originalmente diminuto
principado de Moscovia en el mayor Estado del planeta,
fenómeno que persiste hasta nuestros días, pese a la poda
efectuada en el poscomunismo.
Ese dato —la legitimidad — es importante para entender los
conflictos con México en la primera mitad del siglo XIX, pero
vaya por delante la más obvia de las conclusiones: tanto o
tan poco derecho tenían los estadounidenses a instalar una
república en Norteamérica como los descendientes de los
españoles a hacer lo mismo en el sur. Y si hubo (y hay)
alguna diferencia en el trato dado a los indios, es probable
que los «anglos», que no los esclavizaron, ni los
convirtieron en mano de obra forzada, ni intentaron
catequizarlos por medio de la violencia o la intimidación —
aunque no dudaron, a veces, en masacrarlos o en confinarlos
en «reservas»— hayan sido algo menos crueles que los
españoles o que nosotros, sus descendientes criollos.
¿Que las coronas inglesa y francesa, primero, y luego los
estadounidenses, barrieron con las «naciones» indias? Por
supuesto, pero no parece que los mayas, los incas, los
mapuches, los patagones, los guaraníes o los siboneyes
tuvieran mejor destino bajo España o bajo las repúblicas
hispanoamericanas. Al fin y al cabo, por cada frontier man
que perseguía y desplazaba a los indios en el norte, en el
sur existía un equivalente que hacía más o menos las mismas
cosas y por la misma época, aunque ningún presidente
norteamericano llegó a vender a sus propios indios como
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esclavos, vileza que cometió el general Santa Anna con varios
miles de mayas yucatecos que acabaron sus vidas en los
cañaverales cubanos —Cuba era entonces una colonia de España
en la que persistía la esclavitud — en castigo por el
carácter rebelde de esa etnia.
El primer zarpazo imperial contra el Tercer Mundo lo dio
Jefferson.
Aunque George Washington se despidió de su segundo mandato
presidencial con un discurso en el que proclamaba la voluntad
estadounidense de no participar en las habituales carnicerías
europeas, dando muestras de una tendencia aislacionista que
intermitentemente persiste hasta hoy día en la política
norteamericana, ya en 1804 y 1805 se produjo lo que un
notable idiota latinoamericano ha llamado «el primer zarpazo
imperial del águila americana en el Tercer Mundo». Al margen
de que las águilas no suelen tener zarpas sino garras, es
útil recordar cómo y por qué un presidente tan pacífico y
pacifista como Jefferson, dato que, como triunfal-mente
acreditan los himnos patrióticos estadounidenses, envió a su
incipiente marina a bombardear Trípoli casi doscientos años
antes de que Reagan hiciera lo mismo contra Gadaffi, y
prácticamente por las mismas razones.
Desde el siglo XVI, y hasta mediados del XIX, la costa norte
de África, en lo que hoy se denomina el Magreb —Marruecos,
Argelia, Túnez— fue un nido de piratas alimentado por las
satrapías locales. Estos piratas obtenían buena parte de sus
ingresos de extorsionar a los navegantes que se aventuraban a
pasar por el Mediterráneo occidental y, naturalmente,
dividían sus ganancias con las autoridades respectivas. Los
norteamericanos, sometidos a este chantaje, desde 1796
pagaban religiosamente su tributo para evitar el abordaje y
saqueo de sus naves, pero el Pacha de Trípoli, Yusuf Karamanli,
decidió aumentarlo, a lo que el gobierno
norteamericano respondió con una total negativa. Poco
después, en octubre de 1803, la fragata Phüadelphia fue
abordada por los piratas y, tras remolcarla triunfalmente
hasta la bahía de Trípoli, exigieron un cuantioso rescate.
En lugar de pagar, el gobierno norteamericano envió una
expedición comando a rescatar el buque al mando del teniente
Stephen Decatur —un Rambo de la época a quien se atribuye la
frase "mi patria con razón o sin ella» —, quien, junto a 83
voluntarios, se embarcó en el velero Intrepid (como Dios
manda), entró de noche en la bahía de Trípoli, rescató a sus
compañeros y, en vista de que la fragata Phüadelphia no podía
navegar, la incendió para que no pudieran utilizarla sus
enemigos. Decatur no perdió un solo hombre en la aventura y
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vivió una larga vida de espectaculares hazañas militares.
El segundo episodio de esta «saga» tuvo lugar un año más
tarde, en lo que sin duda fue la primera intervención
norteamericana encaminada a desalojar a un gobierno —el de
Yusuf — que perjudicaba deliberadamente los intereses
nacionales de Estados Unidos. En efecto, la diplomacia
americana consiguió convencer al hermano mayor de Yusuf—a la
sazón exiliado en Egipto — de que encabezara una fuerza
militar re-clutada por Estados Unidos para eliminar a Yusuf
del poder.
Y así fue: cuatrocientos hombres —una mezcla de mercenarios
árabes y los primeros «marines» de la historia — partiendo de
Alejandría, en Egipto, atravesaron sigilosamente el desierto
en una marcha de casi dos meses, hasta llegar a la fortaleza
de Derma, instalación militar situada en el desierto libio
que fue tomada en apenas 24 horas, y en la cual resistieron
ataques constantes durante 45 días. Mientras tanto, varias
fragatas norteamericanas bombardearon Trípoli hasta obligar
al Pacha Yusuf a firmar un tratado de paz.
Estados Unidos es el mayor depredador del mundo.
La frase, rotunda y definitiva, se le atribuye al argentino
Manuel Ugarte. ¿Qué hay de cierto en ella? La primera
«metástasis» de Estados Unidos —la adquisición de la
Louisiana en 1803 — fue un acto que casi tomó por sorpresa al
propio gobierno norteamericano, y estuvo a punto de destruir
la delicada alianza entre los trece estados que originalmente
formaron la «Unión». Las tensiones que produjo esta súbita
expansión de la nación —Estados Unidos duplicó su superficie
tras la firma del tratado con Francia — tenían un doble
origen. Por una parte, no existía en la Constitución
americana la menor previsión imperial. El texto se había
redactado bajo el criterio de que las trece colonias
originales conformarían para siempre el suelo de la
república; y — por otra — este enorme territorio incorporado
a la joven nación podía romper el balance de fuerzas entre
los estados, entonces y hasta la Guerra Civil (1861-1865) muy
celosos de su poder regional.
El porqué Francia cedió por unos cuantos dólares a Estados
Unidos la soberanía de la Louisiana —un territorio
gigantesco de límites imprecisos, dato muy importante en el
futuro —, dice mucho sobre el criterio que entonces imperaba
en el mundo sobre las tierras coloniales y, en especial,
sobre el carácter de «botín» o «propiedad del soberano» que
caracterizaba a las zonas conquistadas por las armas o por
las alianzas políticas. Napoleón, que en 1800 les había
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arrancado a los españoles el control de la Louisiana, sólo
tres años más tarde «traspasaba» este territorio (seis veces
mayor que la propia Francia) a Estados Unidos con el
propósito fundamental de fortalecer a un adversario de
Inglaterra, su gran enemiga.
En aquella época, Florida, Cuba, Louisiana o cualquier
colonia, de la noche a la mañana podían pasar de las manos de
una metrópoli a las de otra sin que nadie se escandalizara,
porque, sencillamente, todavía no había cuajado del todo en
el mundo occidental la idea estado-nación que se afianzan’a
en la segunda mitad de la centuria, y mucho menos
tratándose de las colonias americanas, territorios
considerados como apéndices prescindibles de las naciones
europeas. De ahí que Jefferson —más interesado en Cuba que
en la Loui-siana — intentara sin éxito comprar la isla a los
españoles, más o menos como unos años más tarde, en 1819,
tras las guerras de «persecución» emprendidas por Jackson
contra los seminóles, Madrid, sin demasiado entusiasmo y
después de varias escaramuzas militares, decidiera «venderle»
a Estados Unidos por cinco millones de dólares la totalidad
de la Florida, pues para eso existían las colonias: para ser
explotadas mientras era posible, o para intercambiarlas como
fichas en el tablero internacional de las pugnas geopolíticas
cuando no se les encontraba un mejor destino.
En 1803 nadie sabía exactamente los límites de la Loui-siana
porque ese territorio, al sur de Estados Unidos —como
ocurría en el noroeste con relación a Inglaterra, en la
frontera con Canadá, vagamente denominada Oregón — era el
confín más remoto del imperio español en América, y los mapas
í> erraban por miles de kilómetros, lo que explica que muchos
norteamericanos —Jefferson entre ellos — creyeran que la
casi despoblada Texas formaba parte de la tierra comprada a
los franceses, supuestamente un semidesierto que se extendía
hasta el Pacífico, confusión que no se dilucidó hasta 1819,
es decir, precisamente hasta la víspera de que España
perdiera la soberanía sobre ese territorio casi deshabitado y
vagamente delimitado, al proclamarse en 1821 la independencia
de México.
¿Por qué Jefferson «forzó» los límites de la constitución y
adquirió la Louisiana? En esencia, por razones de estrategia
militar y no por nada que se le pareciera a la codicia
económica imperial que suponen nuestros desinformados
idiotas. Al contrario: como suele suceder, la adquisición de
la Louisiana provocó una sustancial caída de los precios de
la propiedad rural (entonces casi todo era rural) y el per
cápita norteamericano disminuyó un veinte por ciento.
BAJATELO EN PDF QUE ESTÁ.
De onda, ya hinchan demasiado las pelotas ls faltas de respeto. Las cuestiones personales resuelvanlas como tales, como lo que son, personales, via mp.
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Cual es el problema señor administrador?
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Censurar , o echar a las personas sin previo aviso no es de inteligentes, es de necios.
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Deben haber muchisimos usuarios en este foro que le habrán pedido que me bannee , que me comparan con un tal ¿donnapo?.
Fijese, señor administrador que yo jamas pedí la censura de aquellos , pero ellos en cambio exigen mi cabeza.
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Porque si ud. me expulsa a mí en algun momento si tienen el poder van a pedir que lo expulsen a ud. tambien.
Saludos…
“La menor minoría en la Tierra es el individuo. Aquellos que niegan los derechos individuales, no pueden llamarse defensores de las minorías.”
Yo no se que habra escrito este pibe ahi arriba, lo que si te vas a divertir mucho con el (5 usuarios). Tomatelo con soda :wink
[/QUOTE]
Habría que pedirle a algun moderador para que busque por IP todos los usuarios que tiene…
que le salten las fichas…
[/QUOTE]
Vos sos el que pide mi cabeza por todos lados. NO YO!!
MEJOR NO BUSCO??
QUERES SABER MI IP…NINGUN PROBLEMA!!
QUE LA ESCRIBAN , JUNTO CON LA DE SAVIOLITA -NO SE CUANTO.
SOY OTRA PERSONA DIFERENTE, ESTAMOS!!
Estan viendo directamente quien es el intolerante, quien es el que escribe con doble intención y que se ofende si le dicen en broma (que es de boca) porque otros le dicen así en un foro de internet (re-jodido, tene cuidado que se entera la cia-el mossad, side).
Quien es el que odia? Yo o vos?
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"La menor minoría en la Tierra es el individuo. Aquellos que niegan los derechos individuales, no pueden llamarse defensores de las minorías.
[/QUOTE]
Che Ayn Rand, no mezclés un gobierno con un foro de Internet.
Acá el poder lo da una contraseña.
Te estoy avisando, ¿no te diste cuenta?
Y otra cosa, a mí no me llegó UN sólo MP pidiendome nada.
Sos un irrespetuoso, pensás que tenés toda la razón y en realidad cada vez demostrás que el necio sos vos, y que por más frases elaboradas que utilices no podés ocultar tal necedad.
Dejá de tratar mal a otros usuarios, dejá de calificarlos de bosteros, o te voy a invitar a retirarte. No es nuestra política, pero te estás zarpando.
Y los quilombos los generás en público, asique va a ser en público mi respuesta también.
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[/QUOTE]
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Y los quilombos los generás en público, asique va a ser en público mi respuesta también.
Que te garúe finito
[/QUOTE]
A quien califique de bostero?
A el muchacho de lo tres chanchitos que se tapan las caras , por ese lo decis?
Yo le dije bostero porque él me estaba cagando a pedos o diciendome cosas sin que yo le diga nada. Me dice que soy x persona, me insulta por los threads o siempre por algo. O sea, se mete en el tema sin que nadie se lo pida y solo insulta a los que “el odia”.
Baneame si queres.
Son las 1:26 de la madrugada y me desconecto.
Espero que muchos como yo se desconecten y que el negocio de la publicidad en este foro se les acabe.Saludos.
Y si no me entendes cuando tiro frases para pensar o ideas es porque no leiste un puto libro en tu vida o no lo entendiste. Ojala que te hackeen el sitio algun bostero y te quedes dias restaurando los servidores, por necio, por no amar la libertad.
Tu libertad es la de censurar a los demas.