Esto último me hizo acordar de algo que escribió el interesantísimo pero polémico Walter Graziano en su primer capítulo del libro Hitler ganó la guerra. Cuestiona la forzosa consolidación del liberalismo económico, aún cuando John Nash había comprobado su invalidez. Si los otros dos le parecieron largos, este les va a parecer peor que la biblia.
[SPOILER]1. NASH: LA PUNTA DEL OVILLO
La guerra es la paz.
La libertad es la esclavitud.
La ignorancia es la fuerza.
George Orwell.
Teoría y práctica del colectivismo oligárquico.
Capítulo 9. Parte 2.1984.
¿Quién no cree, sin casi ningún cuestionamiento el viejo refrán
que asevera que “la historia la escriben los vencedores”? Más aún,
se suele repetir esa frase una y otra vez. Sin embargo, en pocas
ocasiones se tiene una exacta idea de hasta qué niveles de
profundidad esto puede llegar a ser verdad. Existe otra frase
famosa, que también forma parte del refranero popular. Vale la pena
poner ambas en juego dialéctico. Se trata de aquel viejo dicho que
asegura que “la realidad supera a la ficción”. Si estamos de acuerdo
en que ambas aseveraciones generalmente son correctas, no cabe más
remedio que comenzar a pensar que la historia —por más doloroso o no
que esto pueda resultar— es sólo lo que se habría deseado que
hubiera ocurrido. O sea, algo alejado de lo que realmente sucedió.
Más aún, es sólo lo que habrían deseado que hubiera acontecido
quienes la escribieron, o la escriben, mediante la distorsión de
hechos ocurridos en la realidad. Muchas veces les resulta necesario
a los vencedores interpretar de forma cambiada los hechos, silenciar
espinosas cuestiones ocurridas o, incluso, generar de la nada la
historia. Precisamente por eso bien se puede pensar, siguiendo hasta
sus últimas consecuencias el juego dialéctico de esas dos verdades
populares, que si algo no está escrito en los medios masivos de
comunicación o en abundante bibliografía, y no forma parte del
“saber mayoritario”, entonces no ocurrió, no pasó, no es verdad. La
versión de un suceso divulgada por los medios masivos de
comunicación es precisamente lo que se conoce como historia.
Empecé recién a tener una cabal idea de todo esto a raíz de un
hecho trivial, casual, cotidiano, como fue haber ido al cine a ver
una película. El film en cuestión no era otro que Una mente
brillante, la obra protagonizada por Russell Crowe, que ganó el
Oscar a la mejor película del año 2001, en marzo de 2002. En
realidad, se trata de un doble galardón porque la historia narra la
vida del matemático John Nash, quien en 1994 obtuvo el Premio Nóbel
de Economía por sus descubrimientos acerca de la denominada “Teoría
de los Juegos”.
Si bien la película tenía características altamente emotivas,
debido a la mezcla de realidad y fantasía que el guión mostraba
acerca de la vida de Nash, un detalle del mismo no podía pasar
inadvertido para quienes ejercemos la profesión de economistas. Se
trata sólo de un detalle, de un instante, de apenas un momento del
film en el que el protagonista asevera que descubrió, literalmente,
que Adam Smith —el padre de la economía —no tenía razón, cuando en
el año 1776 en su obra La riqueza de las naciones esbozó su tesis
principal —y base fundamental de toda la teoría económica moderna—
de que el máximo nivel de bienestar social se genera cuando cada
individuo, en forma egoísta, persigue su bienestar individual, y
nada más que ello. En la escena siguiente de la película, el decano
de la Universidad de Princeton, Mr. Herlinger, mira azorado los
desarrollos matemáticos mediante los cuales Nash expone ese
razonamiento acerca de Adam Smith y declara que, con ellos, más de
un siglo y medio de teoría económica se desvanecía.
Como economista me debía hacer una pregunta: ¿se trataba de una
verdad o de una alocada idea del guionista del film? Me puse a
investigar, y lo bueno del caso es que se trataba… de una verdad.
Ahora bien, lo que llama muy poderosamente la atención es que estas
expresiones vertidas en la película hayan pasado inadvertidas para
miles y miles de economistas. Que el público corriente, que no pasó
años enteros estudiando economía, escuche que alguien descubrió que
Adam Smith no tenía razón en su tesis acerca de la panacea que
significaba el individualismo para cualquier tipo de sociedad, puede
no llamar la atención, puede parecer hasta trivial. Pero a un
economista no se le puede escapar, si está en una posición realmente
científica, la real dimensión de lo que significaría la demolición
del individualismo y de la libre competencia como base central de la
teoría económica.
Es necesario remarcar que Nash descubre que una sociedad
maximiza su nivel de bienestar cuando cada uno de sus individuos
acciona en favor de su propio bienestar, pero sin perder de vista
también el de los demás integrantes del grupo. Demuestra cómo un
comportamiento puramente individualista puede producir en una
sociedad una especie de “ley de la selva” en la que todos los
miembros terminan obteniendo menor bienestar del que podrían. Con
estas premisas, Nash profundiza los descubrimientos de la Teoría de
los Juegos, descubierta en la década del 30 por Von Neumann y
Morgestern, generando la posibilidad de mercados con múltiples
niveles de equilibrio según la actitud que tengan los diferentes
jugadores, según haya o no una autoridad externa al juego, según sea
el juego cooperativo o no cooperativo entre los diferentes
jugadores. De esta manera, Nash ayuda a generar todo un aparato
teórico que describe la realidad en forma más acertada que la teoría
económica clásica, y que tiene usos múltiples en economía, política,
diplomacia y geopolítica, a punto tal que puede explicar e incluir
el más sangriento de todos los juegos: la guerra.
Todo esto puede parecer difícil de entender. Pero no lo es. En
el fondo, si se lo piensa bien, los descubrimientos de Nash implican
una verdad de Perogrullo. Por ejemplo, tomemos el caso del fútbol.
Supongamos un equipo en el que todos sus jugadores intentan brillar
con luz propia, jugar de delanteros y hacer el gol. Más que
compañeros, serán rivales entre sí. Un equipo de esas
características será presa fácil de cualquier otro que aplique una
mínima estrategia lógica: que los once integrantes se ayuden entre
sí para vencer al rival. ¿Cuál cree el lector que será el equipo
ganador? Aun cuando el primer equipo tenga las mejores
individualidades, es probable que naufrague y que, incluso hasta
individualmente, los miembros del segundo equipo luzcan mejor. Esto,
ni más ni menos, es lo que Nash descubre, en contraposición a Adam
Smith, que sugeriría que cada jugador “haga la suya”.
A pesar de que se trata de un concepto muy básico, entonces,
prácticamente nada de la Teoría de los Juegos se enseña en general a
los economistas, casi nada hay escrito en otro idioma que no sea el
inglés y, obviamente, lo escaso que se enseña en carreras de grado y
posgrado se hace sin formular la aclaración previa de que al
trabajar con la Teoría de los Juegos se usa un herramental más
sofisticado y aproximado a la realidad que con la teoría económica
clásica. A punto tal llega esta distorsión (dudaba ya en un
principio si se trataba de una manipulación) que se silencia que la
gran teoría de Smith queda en realidad anulada por la falsedad de su
hipótesis basal, cosa demostrada por Nash.
En la carrera de economía, en la Argentina y en una vasta
cantidad de países, tanto en universidades privadas como en las
públicas, se sigue enseñando desde el primer día hasta el último que
Adam Smith no sólo es el padre de la economía, sino que además
estaba en lo correcto con su hipótesis acerca del individualismo.
Los argumentos que se utilizan para explicar que supuestamente tenía
razón se basan generalmente en desarrollos teóricos anteriores al
descubrimiento de Nash y en cierta evidencia empírica percibida no
sin una alta dosis de arbitrariedad. De ello resulta que se
contamina a la teoría económica —que debería constituir una ciencia—
con una visión ideológica, lo que instituye en ella todo lo
contrario de lo que debería ser una ciencia. Muchos de los
profesores que día a día enseñan economía a sus alumnos ni siquiera
han sido informados de que hace más de medio siglo alguien descubrió
que el individualismo, lejos de conducir al mejor bienestar de una
sociedad, puede producir un grado menor, y muchas veces muy
apreciablemente menor, de bienestar general e individual que el que
se podría conseguir por otros métodos de ayuda mutua.
¿Cómo puede explicarse esto, entonces? ¿Cómo es que nos venimos
a enterar, a través de una película, de que el presupuesto básico,
fundamental, de la ciencia económica es una hipótesis incorrecta?
Peor aún, los descubrimientos de Nash fueron efectuados a principios
de la década del 50, hace ya más de medio siglo, y fueron hechos
nada menos que en Princeton, no en algún alejado lugar del planeta,
sin conexiones académicas con el resto de los economistas, los
profesores y los profesionales de la economía y las finanzas,
factores que deben aumentar el grado de sorpresa.
¿Cuál es el papel que podríamos esperar que desarrollen las
mentes más brillantes de una ciencia, si de repente alguien descubre
matemáticamente que el propio basamento fundamental de esa ciencia
es incorrecto? Podría presuponerse que en tal caso todos tendrían
que frenar los desarrollos de las teorías que vienen sosteniendo o
generando, y las ideas sobre las cuales están trabajando, para
ponerse a repensar las bases fundamentales de la teoría, admitiendo
que en realidad se sabe mucho menos de lo que creía saberse hasta la
aparición del descubrimiento. Se comenzaría así a trabajar para
dotar de nuevas bases y fundamentos a la ciencia cuya premisa
fundamental acaba de desvanecerse. Ésta sería la lógica, sobre todo
si se tiene en cuenta que, en lo relativo a la economía, las
conclusiones de una teoría, y los consejos que a raíz de ella puedan
dar los economistas, y las medidas que finalmente encaran los
gobiernos y las empresas de hecho alteran la riqueza, el trabajo y
la vida diaria de millones y millones de personas. Los efectos sobre
la humanidad pueden ser mayores que en otras ciencias. Cuando se
hacen recomendaciones económicas, se está tocando directa o
indirectamente el destino de millones de personas, lo que debería
imponer el cuidado y la prudencia, no sólo en quienes elaboran las
políticas económicas sino también en quienes opinan y aconsejan.
Por lo tanto, el descubrimiento de Nash acerca de la falsedad de
la teoría de Adam Smith debería haber puesto en estado de alerta y
en emergencia a la comunidad de los economistas en el planeta
entero. Ello, por supuesto, no ocurrió, en buena medida debido a que
sólo un reducido núcleo de profesionales de la economía se enteró a
inicios de los años '50 de la verdadera profundidad de los
descubrimientos de Nash.
Puede pensarse, entonces, que un saludable revisionismo sería
una verdadera actitud científica frente a lo acontecido. Sin
embargo, nada de esto ocurrió ni ocurre en la economía. Los
economistas, no sólo en carreras de grado, sino también en las de
posgrado, tanto en Argentina como en el exterior, no reciben
información alguna acerca de que la base fundamental de la economía
es una hipótesis demostrada incorrecta, nada menos que desde las
propias matemáticas. Además de carecer de información alguna en ese
sentido, se les enseña enormes dosis de teorías y modelos económicos
desarrollados desde la década del 50, precisamente cuando ya esa
incorrección se conocía en pequeños e influyentes núcleos
académicos, los que no sólo entronizan la premisa básica del
individualismo smithsoniano, sino que intentan universalizar para
todo momento del tiempo y del espacio los desarrollos económicos
clásicos y neoclásicos iniciados por el propio Smith.
Quien crea que esto no tiene consecuencias se equivoca
gravemente. Habría que preguntarse, por ejemplo, si la propia
globalización hubiera sido posible, en su actual dimensión, en el
caso de que los descubrimientos de Nash hubieran tenido la
repercusión que merecían, si los medios de comunicación los hubieran
difundido y si muchos de los economistas considerados más
prestigiosos del mundo, muchas veces financiados por universidades
norteamericanas que deben su existencia a grandes empresas del
sector privado, no los hubieran dejado “olvidados” en el closet. Si
hubiera habido en su debido momento un revisionismo a fondo a partir
de los descubrimientos de Nash, quizás hoy tendríamos Estados
nacionales mucho más fuertes, reguladores y poderosos de lo que,
tras una década de globalización, resultan.
Un punto central que se debe tener en cuenta, que asocié a poco
de comenzar a investigar el tema, es que, en forma prácticamente
simultánea a los descubrimientos de Nash, dos economistas, Lipsey y
Lancaster, descubrieron el denominado “Teorema del Segundo Mejor”.
Este descubrimiento enuncia que si una economía, debido a las
restricciones propias que ocurren en el mundo real, no puede
funcionar en el punto óptimo de plena libertad y competencia
perfecta para todos sus actores, entonces no se sabe a priori qué
nivel de regulaciones e intervenciones estatales necesitará ese país
para funcionar lo mejor posible. En otras palabras, lo que Lipsey y
Lancaster descubrieron es que es posible que un país funcione mejor
con una mayor cantidad de restricciones e interferencias estatales,
que sin ellas. O sea que bien podría ser necesaria una muy intensa
actividad estatal en la economía para que todo funcione mejor. Lo
que se pensaba hasta ese momento era que si el óptimo era
inalcanzable porque el “mundo real” no es igual al frío mundo de la
teoría, entonces el punto inmediato mejor para un país era el de la
menor cantidad de restricciones posibles al funcionamiento de plena
libertad económica. Pues bien, Lipsey y Lancaster derrumbaron hace
más de medio siglo ese preconcepto. Como consecuencia directa de
ello, reaparecen en el centro de la escena temas como aranceles a la
importación de bienes, subsidios a la exportación y a determinados
sectores sociales, impuestos diferenciales, restricciones al
movimiento de capitales, regulaciones financieras, etcétera.
Al igual que lo ocurrido con la Teoría de los Juegos, el Teorema
del Segundo Mejor apenas se explica a los economistas en
universidades públicas y privadas. Aun cuando sus implicancias son
enormes, generalmente se lo da por sabido en sólo una clase, en
apenas una media hora, y se pasa a otro tema. Resulta casi una
“rareza” exótica insertada en los programas de estudio, una
curiosidad a la que no se le suele dar demasiada importancia. Craso
error.
Un caso típico es el de la ex Unión Soviética. Gorbachov en su
momento decidió desregular, privatizar y abrir la economía
eliminando rápidamente la mayor cantidad de barreras posibles a la
libre competencia. No le fue bien. Lejos de progresar rápidamente,
la economía rusa cayó en una de las peores crisis de su historia. Si
se hubieran aplicado los postulados de Lipsey y Lancaster, se habría
tenido más cautela y muy probablemente las cosas no habrían salido
tan mal.
Si combináramos los descubrimientos de Nash, Lipsey y Lancaster,
lo que obtendríamos es que no puede establecerse a ciencia cierta, y
de antemano, qué resulta mejor para un determinado país, sino que
ello dependerá de una gran cantidad de variables. Por lo tanto, toda
universalización de recomendaciones económicas es incorrecta. No se
puede dar el mismo consejo económico (por ejemplo, privatizar o
desregular o eliminar el déficit fiscal) para todo país y en todo
momento. Sin embargo, esto es lo que precisamente se ha venido
haciendo cada vez con más intensidad, sobre todo desde los años '90,
cuando, al ritmo de la globalización, se han encontrado recetas que
se han enseñado como universales, como verdades reveladas, que todo
país debe siempre aplicar.
Puede resultar extraño, pero probablemente no lo sea: un
descubrimiento fundamental que hubiera cambiado la historia de la
teoría económica, y hasta hubiera dificultado la aparición de la
globalización, no tuvo prácticamente difusión alguna más que en un
muy reducido núcleo de economistas académicos residentes en Estados
Unidos, por lo que se impuso la ideología falsa con la que muchos
gobiernos, en muchos casos sin saberlo, toman decisiones económicas.
Mientras estas teorías no recibían el grado de atención adecuada por
la profesión de los economistas, por los diseñadores de políticas
gubernamentales y por la población en general, empezaron a cobrar,
en aquel mismo momento, a partir de los años '50 y '60, una gran
difusión en los medios de comunicación las teorías desarrolladas en
la Universidad de Chicago. Nada menos que la misma casa de estudios
que había albergado en su sede al italiano Enrico Fermi con el fin
de que desarrollara la bomba atómica financió en materia económica a
Milton Friedman, también premio Nobel en Economía, quien comienza a
desarrollar en los mismos años '50 la denominada “Escuela
Monetarista”. Luego de más de una década de estudios, Friedman y sus
seguidores llegan a la conclusión de que la actividad del Estado en
la economía debe reducirse a una sola premisa básica: emitir dinero
al mismo ritmo en que la economía está creciendo. O sea, si un
determinado país naturalmente crece al 5% anual, para Friedman, su
Banco Central debe emitir moneda a ese mismo ritmo. Si, en cambio,
crece naturalmente al 1% anual, debe emitir moneda sólo al 1% anual.
La lógica intrínseca de este razonamiento es que el dinero sirve
como lubricante de la economía real. Por lo tanto, si una economía
en forma natural crece muy rápidamente, necesita que el Banco
Central de dicho país genere más medios de pago que si está
estancada. En el fondo, la recomendación de Milton Friedman es que
cada país mantenga una relación constante entre cantidad de dinero y
PBI. Toda otra política económica estatal es desaconsejada por
Friedman.
La Escuela Monetarista tuvo un enorme grado de difusión en todo
el mundo, aun cuando los bancos centrales de los principales países
desarrollados jamás aplicaron los consejos de Friedman, con la sola
excepción de Margaret Thatcher, que, tras un breve período de
aplicación de unos cuantos meses de las políticas monetaristas en
Inglaterra, necesitó ganar una guerra (la de Malvinas) para
recuperar la popularidad perdida por los desastrosos resultados de
ella, que habían elevado el desempleo en Inglaterra a niveles pocas
veces vistos —nada menos que el 14%—, sin siquiera acabar por ello
con la inflación. Fue el único y muy breve caso de aplicación de las
recetas de esta escuela en países desarrollados. Sin embargo, las
presiones para que naciones en vías de desarrollo como la Argentina
apliquen estas políticas siempre han sido muy fuertes.
Cabe aclarar que hay generalmente dos clases de personas para
las cuales las fórmulas de Friedman han resultado de una atracción
poco menos que irresistible: se trata de teóricos en economía en
primer lugar, y en segundo, grandes empresarios. Pero ambos, por
motivos bien diferentes. Para muchos economistas teóricos, la
atracción que producían las teorías de Friedman provenían de la
sencillez de su recomendación: “Emita moneda al ritmo que usted
crece”. Además, el carácter universal de esta premisa básica
acercaba, en la mente un tanto"distorsionada" de muchos
profesionales en la materia, la economía a las ciencias duras: a la
física y a la química, objetivo que muchos de los economistas más
renombrados del siglo XX han perseguido, en la creencia de que una
ciencia es más seria si logra encontrar fórmulas de aplicación
universal al estilo de lo que la ley de gravedad es en la física.
Milton Friedman parecía proporcionar precisamente eso: una ley
de aplicación universal al campo económico. Bien podríamos discutir
si esta quimera, perseguida por muchos economistas, no es en el
fondo nada más que un peligroso reduccionismo, dado que las ciencias
sociales no se mueven con los mismos parámetros que las ciencias
exactas.
Pero no todos quienes fueron atraídos por las teorías de
Friedman lo hacían por esos motivos: una buena parte del
establishment veía en la generación y en la aplicación de este tipo
de teorías la posibilidad de derrumbar un gran número de trabas y
regulaciones estatales en muchos países, pudiendo así ensanchar su
base de negocios a zonas del planeta que permanecían ajenas a su
actividad. Esto explica el alto perfil que alcanzaron las teorías
monetaristas, a pesar de estar fundadas en los incorrectos supuestos
de Adam Smith antes mencionados, y su presencia constante en los
medios de comunicación, muchas veces propiedad de ese mismo
establishment.
El hecho de que el establishment de los países desarrollados
hiciera enormes loas a esas teorías, pero los gobiernos de esos
mismos países desarrollados no aplicaran para sí las teorías
monetaristas, no fue un obstáculo para que muchos de los más
poderosos empresarios presionaran a gobernantes de países
periféricos para que aplicaran las tesis de Milton Friedman. Un
típico caso de ello fue el de la Argentina de la época de Martínez
de Hoz, cuyo gobierno aceptó las presiones de buena parte del
empresariado financiero internacional para producir la política
económica de la era militar de Videla Martínez de Hoz(1).
(1) En viajes a la Argentina, y en traslados a EE.UU. de
Martínez de Hoz, David Rockefeller le habría impartido órdenes en
forma personal de los lineamientos básicos que la economía argentina
debía observar. Se trata del mismo personaje que felicitó al ex
presidente De la Rúa por el nombramiento de Domingo Cavallo en el
Ministerio de Economía en 2001, expresando a la prensa su
beneplácito con la frase: “Cavallo sabe que hay que ajustarse el
cinturón”.
Mientras los descubrimientos de Nash, Lipsey y Lancaster
permanecían ocultos para el gran público y apenas diseminados entre
los propios profesionales en economía, teorías íntegramente basadas
en los supuestos básicos de Adam Smith, y que Nash demostró que se
hallaban equivocadas, como la monetarista de Milton Friedman, no
sólo recibían una enorme difusión en los medios de comunicación,
sino que además contaban con el beneplácito del establishment, y
comenzaban a hacer estragos en países tomados como laboratorios,
todo ello a pesar de que al basarse íntegramente en los presupuestos
de Smith, de antemano los principales académicos de EE.UU. no podían
desconocer que se trataba de teorías económicas fundadas en
supuestos incorrectos, por lo que sus chances iniciales de éxito
eran casi nulas.
Desde los años '60 hasta la fecha, la Escuela Monetarista y su
hija directa, la Escuela de Expectativas Racionales, de Robert
Lucas, han ocupado el centro de la escena en universidades, centros
de estudio y medios de comunicación. La Escuela de Expectativas
Racionales reduce aún más el papel para el Estado de lo que ya lo
había hecho la Escuela Monetarista. Un país, según Lucas, no debe
hacer nada más allá de cerrar su presupuesto sin déficit. Si el
desempleo es de dos dígitos, no debe hacer nada. Si la gente
literalmente se muere de hambre, no debe hacer nada. Un buen
ministro —para esa escuela— debe dejar en “piloto automático” a la
economía de un país, y sólo debe preocuparse de que el gasto público
esté íntegramente financiado con recaudación de impuestos.
Robert Lucas, de profesión ingeniero, también en la Universidad
de Chicago, tras una década de abstrusos cálculos matemáticos,
basados íntegramente en la hipótesis fundamental de Adam Smith,
llega a la conclusión de que cualquier país, en cualquier momento
del tiempo, ni siquiera debe emitir dinero al mismo ritmo que crece.
De esta manera, hasta la regla de oro de Milton Friedman es abolida
por esta escuela cuyo auge intelectual se ubicó en la década del
'80. La hipótesis fundamental de Robert Lucas es que el ser humano
posee perfecta racionalidad y toma sus decisiones económicas sobre
la base de ella. Esta hipótesis psicológica fue duramente criticada,
pero Lucas y sus seguidores se escudaron en el razonamiento de que
no hacía falta que cada uno de los operadores económicos fuera
perfectamente racional, sino que sólo era necesario que el promedio
de los operadores económicos se comportara con perfecta racionalidad
para que sus teorías fueran válidas.
Esto implica transformar la hipótesis psicológica de la perfecta
racionalidad en una hipótesis sociológica: se supone que los desvíos
en la racionalidad humana, en una sociedad, se compensan entre si.
Se trata, como se ve, de un supuesto exótico, rarísimo, pero a la
vez tan central en la teoría de Lucas, que si se cae, nada en ella
permanece en pie. Es extraño que esto haya ocurrido, sobre todo a la
luz de los descubrimientos de otro economista, Gary Becker (Nóbel en
1992), quien descubrió matemáticamente que las preferencias
individuales no son agregables (o sea, no puede obtenerse una
función de preferencias sociales a partir de la adición de las
individuales, dado que estas últimas no pueden sumarse). Con este
descubrimiento Becker lanzó un verdadero misil a toda la denominada
“teoría de la utilidad”, que es la base subyacente en las teorías
económicas de Chicago y termina de derrumbar mucho más que todo el
aparato teórico de Chicago.
A pesar de ello, y como con Nash y Lipsey, los “científicos” que
estaban creando las escuelas de Chicago no parecen haber efectuado
acuse de recibo alguno. Para Lucas, todas las sociedades del mundo,
en todo momento del tiempo, toman sus decisiones económicas con
perfecta racionalidad. Las decisiones de consumo, ahorro, inversión
se hacen, según Lucas, sabiendo perfectamente bien qué es lo que el
gobierno está haciendo en materia económica. Por lo tanto, para
Lucas y su gente, cualquier iniciativa estatal para cambiar el rumbo
natural con el que una economía se mueve no sólo es inútil sino
contraproducente. Es así que Lucas y su gente llegaron a la
conclusión de que lo mejor que puede hacer todo gobierno del mundo
en cualquier momento, en materia económica, es no realizar nada que
no sea mantener el equilibrio fiscal.
Es difícil entender cómo puede ser que estas ideas, extrañas por
cierto, hayan acaparado la atención de economistas y de los medios
de comunicación de la manera que lo hicieron. En el caso específico
de la Argentina, pertenecer a la corriente de la Escuela de
Expectativas Racionales durante los años '80 y '90 se transformó,
directamente, en una moda ineludible para muchos economistas.
Cualquier economista que no perteneciera a esta corriente y que
abjurara de ella era visto poco menos que como un dinosaurio. Nadie
se preguntaba, y es muy raro que así haya ocurrido, cómo puede ser
que la teoría económica de todo el planeta estuviera en manos de un
ingeniero puesto a esbozar teorías psicológicas (disciplina
alejadísima de la ingeniería), ultra especializado en matemáticas.
Pero así ocurrió. Nadie sabe muy bien, tampoco, de dónde salió el
argumento de que el promedio de cualquier sociedad se comporta de
manera perfectamente racional. Si nos detenemos a pensar un minuto
sobre todo esto, podríamos llegar fácilmente a la conclusión de que
si estas teorías eran tomadas en serio por muchos de quienes eran
considerados los más idóneos profesionales en economía, fue
exclusivamente porque se habían elaborado en una universidad
considerada muy prestigiosa. Sin el sello de Chicago, las teorías de
Lucas probablemente hubieran causado hilaridad y hubieran mandado al
ingeniero a construir puentes o edificios, en vez de intentar
explicar cómo funciona la economía mundial y la psiquis promedio de
toda sociedad. Para Lucas, entonces, si los gobiernos no se meten
con la economía, ésta logra muy fácilmente el pleno empleo: todo es
cuestión de que los gobernantes levanten todo tipo de restricciones
a la competencia perfecta y cuiden que no haya déficit fiscal. Nada
más que eso, y en forma mágica, se llega al pleno empleo.
Y no sólo al pleno empleo, sino también a los mejores salarios
posibles para toda la masa laboral, de cualquier país del mundo, en
cualquier momento del tiempo. La implicancia de esto es en el fondo
grotesca: Lucas nos quiere hacer creer que la tasa de crecimiento
demográfico en cualquier país iguala, en poco tiempo, la tasa de
generación de empleo. Que es lo mismo que decir que la gente opta
por reproducirse al mismo ritmo en que se ponen avisos clasificados
en búsqueda de obreros y empleados en los diarios. Como se ve, una
verdadera aberración, de tamaño supino, si se tiene en cuenta que
además se transforma esa creencia en postulado universal. No es
difícil entender por qué de la mano de Robert Lucas llegamos a una
conclusión tan disparatada si consideramos que el ingeniero parte de
hipótesis equivocadas tanto porque se basa en el individualismo de
Adam Smith, como en hipótesis psicológicas sui generis.
Sin embargo, habría una forma de pensar que Lucas podía tener
algo de razón. Ello se da si pensamos la existencia humana con un
criterio malthusiano: Thomas Robert Malthus, ensayista inglés del
siglo XIX, pensaba que mientras las poblaciones humanas se
multiplican en forma geométrica, las subsistencias lo hacen sólo
aritméticamente. Por lo tanto, la sobrepoblación era, para Malthus,
el peor peligro que acechaba al planeta. De esta manera, las
guerras, las hambrunas o las epidemias eran “sanos” métodos de
corregir el fantasma de la sobrepoblación. Si bien el tiempo no dio
la razón a Malthus, y la población mundial ha crecido increíblemente
en los últimos dos siglos. A pesar de ello, el establishment
norteamericano es un ferviente creyente de las ideas malthusianas.
Baste con señalar que el obsequio que el presidente George Bush le
hizo al presidente argentino Kirchner en su visita a Washington DC
no fue otro que la principal obra de Malthus, llamada Un ensayo
sobre el principio de la población, del año 1798.
El corolario de la teoría de Lucas es entonces que en forma
universal la tasa de crecimiento demográfico iguala la tasa
degeneración de empleo. Por lo tanto, dado que la tasa de
crecimiento demográfico no es otra cosa que la tasa de natalidad
menos la de mortalidad, si esta última es rápidamente variable, y la
gente muere a medida que desaparece el empleo, o vive más si se le
ofrece trabajo, podríamos ubicarnos casi siempre en una especie de
“pleno empleo”, según Lucas. Si se posee una filosofía malthusiana,
es por supuesto mucho más fácil creer en la Escuela de las
Expectativas Racionales.
¿Por qué el establishment, la élite norteamericana, es creyente
de Malthus, aun cuando la realidad demostró que no estaba en lo
correcto? Porque estiman que es sólo una cuestión de tiempo, hasta
que Malthus esté en lo correcto. Como la energía del planeta está
basada en recursos no renovables, lo que buena parte del
establishment anglonorteamericano cree es que, a medida que el
petróleo se agote, Malthus irá teniendo razón. Si no hay energía
disponible para transportar los alimentos o para producirlos, una
buena parte de la población podría estar destinada a desaparecer.
Todo sería cuestión de determinar quienes, y para ello, la élite de
negocios norteamericana usa la teoría de otro inglés famoso Charles
Darwin. Darwin fue el creador de la Teoría de la Selección Natural.
Esta teoría predica que las especies más aptas, que mejor se amoldan
al medio, sobreviven y se reproducen, y las menos aptas perecen y se
extinguen. Aplicar una combinación de las principales tesis de
Malthus y Darwin a las sociedades implica adoptar una posición
racista, en forma sistemática.
En lo que atañe al petróleo, elemento central en esa línea de
pensamiento, muy poca información acerca de sus cantidades,
distribución geográfica e ideas para reemplazarlo se suele divulgar
en forma masiva en los medios de comunicación. Pensar en reemplazar
la tecnología del petróleo por otra, desde el punto de vista
económico, presenta más de un riesgo —que habrá que correr—.
Requiere pensar la situación que puede desatarse en los mercados
financieros con mucha anticipación, dado que un eventual
reemplazante barato del petróleo podría poner en un riesgo elevado
la salud financiera de los enormes pulpos petroleros y, por lo
tanto, de los mercados financieros en su conjunto. Por otro lado, un
reemplazante muy barato y abundante del petróleo podría sacar de
forma inmediata de la pobreza a millones de personas.
Volviendo a la Escuela de Expectativas Racionales, si bien por
obvios motivos ningún país desarrollado aplicó o aplica las tesis de
Robert Lucas, Argentina sí lo hizo. El llamado “piloto automático”,
con el que se movían los ex ministros Cavallo, Fernández y Machinea,
no era otra cosa que la admisión de que el Estado iba a
desentenderse de la crisis de empleo que vivía la Argentina en los
'90, y el mensaje que los argentinos recibían desde los medios de
comunicación, en forma masiva, de parte de autoridades y de
economistas presuntamente independientes, era que no había que hacer
nada porque la situación del empleo se solucionaba sola. No es
casual que Robert Lucas visitara la Argentina en 1996, invitado en
forma especial por la principal usina de la Escuela de Expectativas
Racionales de la Argentina: el CEMA, y hasta conociera al entonces
presidente Menem en la quinta presidencial de Olivos, lo que marca
hasta qué punto esta verdadera secta de la economía caló hondo en la
Argentina.
Quien se pregunte por qué en la Argentina estas ideas han tenido
mucha más aplicación que en otros países puede encontrar una
respuesta al alcance de la mano desde los años '60, la Argentina
padeció crónicamente altas tasas de inflación, y hasta llegó al
exceso de padecer dos cortas hiperinflaciones en 1989. Dado que las
teorías desarrolladas en la Universidad de Chicago, tanto la de
Friedman como la de Lucas, venían etiquetadas como el más poderoso
antídoto contra la inflación, los economistas argentinos adoptaron,
en general, un sesgo mucho más pronunciado que sus pares de otros
países del mundo a favor de las teorías de Chicago, sin ejercer el
pensamiento crítico, simplemente porque esas ideas venían de
Chicago. Muchos de los más conocidos de nuestros economistas incluso
estudiaron allí, y luego han diseminado en la Argentina esas ideas.
No es casual entonces que desde hace varios años este país ostente
el raro récord mundial de desempleo y subempleo, los que, sumados,
arrojan durante largos años guarismos superiores al 30%. Lo curioso
del caso es que generalmente se enseña en las universidades de todo
el mundo que la Escuela Monetarista surgió como una respuesta a las
altas tasas de inflación que los elevados déficit presupuestarios
causaban en vastas partes del planeta. Sin embargo, si se revisa la
historia, se observa que en los años '50 e inicios de los '60 en
Estados Unidos prácticamente no había inflación y en la gran mayoría
de los países desarrollados las tasas de inflación eran
relativamente bajas, de un solo dígito anual. Habría que cuestionar,
entonces, el supuesto origen anti-inflacionario de las teorías de
Chicago, dado que la inflación no era un problema en los países
desarrollados en el momento en que estas teorías empezaron a surgir.
Queda por ahora en la nebulosa, entonces, la verdadera causa de
estas, teorías, precursoras en la realidad de la globalización.
Cuando se gestaron, la inflación sólo era un problema grave en
países envías de desarrollo. ¿Habrá sido acaso un gesto de
filantropía del establishment norteamericano hacía los países pobres
dedicar tantos recursos a la generación de “las escuelas de
Chicago”?
En resumen de cuentas, desde al menos los años '50, la teoría
económica se viene manejando de una manera no sólo muy poco
profesional sino además acientífica, casi como si se tratara de la
astrología o de alguna otra disciplina cuyos basamentos
fundamentales no pueden explicarse racionalmente. Descubrimientos
científicos de gran envergadura, cuya difusión hubiera podido
cambiar la historia de la globalización y detener sus peores
consecuencias, fueron prolijamente ocultados hasta a los propios
economistas, mientras que teorías basadas de antemano en hipótesis
probadas matemáticamente como falsas fueron diseminadas no solamente
entre los profesionales en economía, sino también en los medios de
comunicación, y hasta fueron aplicadas en los lugares del mundo en
los que ello ha sido posible, donde había un ambiente receptivo
favorable, como en América latina.
Se nos había enseñado que el sistema de universidades
norteamericano era el más desarrollado del mundo, que su actitud
hacia el conocimiento científico era frío e imparcial. Que la
ciencia progresaba en estas universidades independientemente
depresiones políticas y de conveniencias económicas y empresariales.
¿Cómo pudo ocurrir esto, entonces? Un detalle no menor que se debe
tener en cuenta es que las dos escuelas mencionadas se originaron,
desarrollaron y expandieron desde la Universidad de Chicago,
recibiendo fuertes dosis de financiamiento de esa casa de estudios.
El financiamiento no se detuvo sólo en pagar los elevados salarios
de los investigadores que desarrollaban las teorías monetaristas y
de expectativas racionales en ese recinto académico, sino que además
también abarcó la costosa campaña de difusión de estas ideas en los
medios de comunicación. Es necesario tener en cuenta que, aunque
alguien pueda llegar a un descubrimiento tipo “pólvora económica”,
sin el dinero suficiente para diseminar esa idea en los medios de
comunicación no hay forma alguna de que el conocimiento en cuestión
tome estado público.
Es evidente, entonces, que ha habido poderosos intereses atrás
de las teorías de la denominada Escuela de Chicago, que han
constituido el basamento para lo que hoy es la globalización, aun
cuando se trataba, ni más ni menos, que de un saber falso. ¿Qué
intereses están atrás de la Universidad de Chicago? Pues bien, fue
fundada por el magnate petrolero John D. Rockefeller I, creador
además del mayor monopolio petrolífero del mundo: la Standard Oil.
Esa casa de estudios superiores ha sido siempre un baluarte de la
industria petrolera. Pero el control de una alta casa de estudios
como la Universidad de Chicago por sí solo no hubiera bastado, en
medio de un contexto intelectual muy independiente, para imponer las
ideas de Milton Friedman y Robert Lucas de la manera en que se hizo.
Si hubiera existido un contexto intelectual realmente independiente,
habrían aparecido fuertes críticas a los supuestos psicológicos y
sociológicos que el ingeniero Lucas introducía en sus teorías. ¿Por
qué, entonces, el nivel de críticas que recibió la Escuela de
Expectativas Racionales no llegó a ser muy importante? Pues bien, la
industria petrolera no sólo fundó la Universidad de Chicago sino que
controla, en forma directa o indirecta, al menos a las universidades
de Harvard, New York, Columbia y Stanford, y además está presente en
otras muchas universidades. Es usual que muchos de los directivos de
estas casas de estudios superiores alternen tareas en empresas
petroleras o en instituciones financieras muy relacionadas con dicho
sector.
Precisamente por eso no debe llamar la atención tanto que las
teorías clásicas de la economía y sus derivadas (Friedman, Lucas,
etc.) den prácticamente un trato uniforme a todos los mercados, de
todos los bienes, en todos los países y en todo momento, sin hacer
distinción entre ellos. ¿Por qué? Hay bienes que se pueden producir
y otros cuya capacidad de producción es limitada: hay recursos
renovables y otros no renovables. Precisamente el petróleo es un
recurso no renovable, por lo que su mercado es de características
especiales. A pesar de ello, es una cuestión que escapa al
tratamiento que se le da usualmente en la teoría económica: la
teoría suele tratarlo como si fuera un mercado más. La cantidad de
petróleo que hay en la Tierra es finita y limitada. Más aún si se
tiene en cuenta que, al tratarse de la principal fuente de energía
utilizada hoy en el planeta, una eventual brusca escasez no podría
ser subsanada mediante el uso de otras fuentes de energía, al menos
en forma rápida. Por lo tanto, los efectos de lo que ocurre en el
mercado petrolero pueden trasladarse con fenomenal rapidez a todos
los otros mercados. Pero los defectos de la Escuela de Chicago no se
reducen a desconocer esto y a negar los descubrimientos de Nash,
Lipsey y Lancaster. Es llamativo el hecho de que el propio producto,
de características particulares, cuya explotación permitió la
fundación de la propia universidad, y el control de otras tantas, es
un bien que no fue tratado en la teoría de una manera especial al
ser un recurso no renovable, por Friedman y Lucas, quienes tampoco
tienen en cuenta que precisamente el petróleo es el bien cuyo
mercado ostenta el mayor nivel de cartelización del mundo.
Paradójicamente, entonces, quienes intentaron ejercer un verdadero
oligopolio en el estratégico mercado de la energía fomentaron la
creación y difusión de teorías económicas basadas en la libre
competencia, la ausencia de regulaciones estatales, el paraíso del
consumidor y la competencia constante entre sí de una enorme gama de
productores que sólo tienen en teoría una ganancia exigua que
realizar.
Ahora comenzaba a quedarme más claro por qué, y debido a quién
es, el principal descubrimiento de Nash había permanecido bastante
oculto y, al mismo tiempo, aparecía como un enigma el verdadero
estado de situación del mercado petrolero, sobre todo a la luz de
las guerras ocurridas en el siglo XXI. [/SPOILER]
http://www.bibliotecapleyades.net/archivos_pdf/hitler_ganoguerra.pdf
Les dejo el link del libro en PDF, es mas mas fácil leerlo desde ahí. Éste texto SI que vale la pena!!