A modo de taller

La tripulación de Colón no era heroica; en su mayoría estaba compuesta por ex convictos, criminales huyendo de su pasado, y judíos conminados por el Edicto de Expulsión de esa etnia de los territorios de Castilla, cuyo último y fatal plazo expiraba el 2 de octubre, un día antes que las Carabelas salieron desde Punta de Palos. Si no abandonaban España ese día, la sentencia era morir quemados en la hoguera de la Inquisición.

Agrego un texto de Felipe Pigna (no es un santo de mi devocion, pero este texto esta bueno).

Nos hemos acostumbrado a escuchar que España es nuestra madre patria. ¿Pero de que clase de madre estamos hablando? Todo parece indicar que se trata de una madre adoptiva apropiadora, ya que no hay datos del parto y sobran los testimonios sobre actos de secuestro, robo y supresión de identidad.

Como ejemplo, podríamos citar los secuestros extorsivos de Moctezuma y de Atahualpa, por los que los Aztecas y los Incas, respectivamente, pagaron toneladas de oro y plata que no evitaron las horribles torturas seguidas de muerte, a manos de Cortez y Pizarro, que transformaron en lingotes las obres de arte de los dos imperios más notables de aquella América. Y también vino la supresión de identidad, la negación de los orígenes, la prohibición de las religiones originales y del uso del idioma propio, porque, como decía una real cédula de Carlos V: “Tenemos entendido que aun la lengua más desarrollada de estos naturales es incapaz de expresar los misterios de nuestra santa fe católica”. Siguiendo las órdenes del estado español, “se les retiró la poligamia, se les enseñó el alfabeto y buenos hábitos, artes y costumbres para poder vivir mejor. Todo ello vale mucho más que las plumas, las perlas y el oro que les tomamos sobre todo porque no hacían uso de esos metales como moneda, que es su uso adecuado y la verdadera manera de sacarles provecho”. Así se expresaba López de Gómara, uno de los voceros de la madre patria, en su Historia general de las Indias.

Tras largos debates, la corona admitió finalmente en las Leyes Nuevas, de 1542, que sus nuevos hijos eran seres humanos, pero menores de edad, y por ello los entregó en guarda, los “encomendó” a los españoles residentes en América para que los instruyesen en la santa fe católica, a cambio de lo cual los indios deberían trabajar de sol a sol y pagar un tributo. Así nació la “encomienda”, un cruel sistema de explotación laboral.

Desde aquellos episodios emblemáticos la “madre patria” se fue imponiendo por los mismos métodos y logró disciplinar a sus nuevos hijos apropiados.

Como suele ocurrir en los casos en que los padres ocultan la naturaleza real de la filiación, los hijos llegaron a dudar de los lazos que los unían con aquella madre distante, autoritaria y castradora. Para 1809, uno de los vástagos más díscolos, nacido en Tucumán, decía una proclama: “Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria; hemos visto, por más de tres siglos, sometida nuestra primitiva libertad al despotismo del usurpador injusto, que degradándonos de la especia humana nos ha reputado por salvajes y mirado como esclavos. (…) Ya es tiempo de sacudir a tan funesto yugo, ya es tiempo de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor tiranía e injusticia”. Así se expresaba Bernardo de Monteagudo, el futuro secretario privado de San Martín.

La madre tardó mucho en reconocer la independencia de sus hijos. Recién el 22 de junio de 1860, cuarenta y cuatro años después de que las Provincias Unidas se declararan independientes de España y de toda dominación extranjera, la reina Isabel II de Borbón se dignó a aceptar la realidad.

Los hijos adoptivos crecieron y prosperaron, y la madre, que no pudo ocuparse siquiera del bienestar de sus hijos sanguíneos, comenzó a expulsar a los españoles del campo a las ciudades y de allí a la tierra de sus hermanos del otro lado del océano. Los argentinos, como habían empezado a llamarse por entonces de este lado, recibieron generosamente y sin hacer muchas preguntas a los recién llegados, que, lejos de la influencia de aquella madre, comenzaron a prosperar también.

Desde entonces comenzó a crecer la amistad y la solidaridad entre españoles y argentinos, prescindiendo de reyes, presidentes y dictadores.

En 1936, un heredero de la Inquisición comenzó a adueñarse de España, y en la Argentina, en plena Década Infame, millones de pesos de entonces se juntaron en festivales, rifas y funciones de teatro para las armas y los estómagos de la República española. Y hacia allí fueron españoles y argentinos a defender valores universales, como la libertad, la solidaridad y la dignidad. Uno de ellos, Raúl González Muñón, fue recibido por su “hermano” Antonio Machado con estas palabras: “Venís desde tan lejos a vivir entre amenazas de balas y obuses fascistas. Muchas gracias”. Machado le agradecía a aquel argentino que había propuesto formar “nosotros cerca ya del alba matutina las brigadas de choque de la poesía”.

Allí cantaron, pelearon, escribieron la historia y perdieron juntos aquellos argentinos y españoles que preferían ser hijos del pueblo, como decía aquel himno anarquista, y no de alguna madre patria, ni de ninguna patria. Que así se soñaba todavía en aquellos años treinta y tantos.

Algunos quedaron allá para siempre, para la historia. Otros regresaron y otros muchos eligieron la Argentina como destino de su destino de exiliados. Aquí fundaron editoriales y se sacaron las ganas de publicar a Federico, a Miguel Hernández, y nos ayudaron a conocer a muchos de nuestros talentos hasta entonces inéditos.

Los años pasaron derribando sueños que renacerían en los nietos, allá por los setenta. En los combinados y en los cincos que volvían a escucharse los discos de vinilo con aquellas canciones de la guerra civil en que las tortillas prometían volverse para que los pobres comieran y en las que abundaban las preguntas al Santo Padre sobre el quinto mandamiento. No era el coro de la Confederación Nacional de Trabajadores de España el que entonaba aquellas viejas y queridas canciones. Eran los Quilapayún, Daniel Viglietti y muchos, muchos jóvenes que coreaban aquellos estribillos con entusiasmo, hasta que todo empezó a ensombrecerse y comenzó aquel huracán de sangre y fuego. Los inquisidores locales, admiradores de aquel generalísimo de la madre patria iniciaron su cacería.

Y entonces el exilio cambió de puerto y llegó el momento del reconocimiento, del agradecimiento transformado en hospitalidad, en trabajo para miles de artistas, psicólogos, periodistas, escritores y gentes sin más oficio que si militancia política que hallaron, gracias al pueblo español, su lugar en el mundo.

Quiso la historia que, mientras la Argentina entraba en su hora más sombría España recobrara su libertad, su vitalidad y su poesía, asignaturas pendientes durante cuarenta años de oscurantismo de un régimen que reivindicaba la España imperial y conquistadora.

Pero mientras España resultó económicamente próspera de sus años dictatoriales, la Argentina emergió del horror en bancarrota y con un fuerte grado de concentración del poder económico y, por ende, político en pocas manos. El modelo socioeconómico impuesto a sangre y fuego por el tándem Videla-Martínez de Hoz resultó perdurable. El estado dejó de ser benefactor para siempre y se transformó, durante la década menemista, en la fuente más importante de negocios de los grupos de poder, que entendieron rápidamente las ventajas de incorporar como socios a los miembros corruptos de la clase política.

El remate del estado argentino tuvo como beneficiarios privilegiados a las corporaciones empresariales de la madre patria. Apadrinados en lobbistas del Estado español, por aquel entonces nominalmente socialista, Repsol, Telefónica, Endesa, Aguas de Barcelona, Gas Natural, BBVA, HSBC e Iberia comenzaron a manejar áreas clave de la economía y los medios de comunicación argentinos y a concretar fabulosas ganancias que tornaban en irrisorias las coimas exigidas por los gestores gubernamentales.

Entre 1992 y 2001 el 27,7% de las inversiones españolas en el exterior se hicieron en la Argentina. Así como fabulosas sueñan las cifras de inversión, fantásticos suenan los montos de las ganancias, y miserables los guarismos de reinversión en el mercado local: Por cada dólar ganado por las empresas españolas, 80 centavos fueron girados hacia las casa matrices y 20 destinados al mantenimiento local. Y en ocho años el 55% del monto invertido fue recuperado por las casa matrices. Tomando el caso particular de Telefónica, la ecuación se torna más evidente. La compañía pagó por su porción de ENTEL 625 millones de dólares. EN sus cuatro primeros años de gestión, acumuló ganancias por 2.600 millones de dólares, aumentando notablemente el monto de la tarifa local gracias, entre otras cosas, al rebalanceo autorizado por la Corte Suprema de Justicia.

Los negocios españoles en América Latina se multiplicaron y los dólares comenzaron a afluir a Madrid por toneladas, como la plata y el oro de la época colonial. Otra vez América alimentando a la madre patria, que antes se jactó de su esplendor escondiendo bajo la alfombra a los cientos de miles de cadáveres de los mineros del Potosí, y que hoy disfrutan de una inédita prosperidad desentendiéndose de la miseria del continente que la hizo rica nuevamente.

Y otra vez los pueblos por un lado y los gobiernos por otro. El pueblo español haciendo colectas, juntando medicamentos y alimentos para el otrora granero del mundo, para aquel país que supo enviarles a Evita con toneladas de trigo; y el actual gobierno español, que impide la entrada al reino de jóvenes argentinos que ya no huyen de la bayonetas sino de aquel desastre económico provocado en gran parte por el saque perpetrado por la banca y los holdings españoles.

Siempre supimos que hay dos Españas, la entrañable, la España de mi corazón que sentía González Muñón, la que dio gente fray Bartolomé de las Casas, y la otra la de Pizarro, la de Franco, la de Aznar y sus banqueros. Aquella madre patria apropiadora sobre la que nos advertía Machado: “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.

Está bien [MENTION=39833]orejano[/MENTION]; pero me refería a los inmigrantes de finales del siglo XIX - principios del siglo XX, no a los colonizadores. De esos inmigrantes es que descendemos la mayoría