POSTALES DE LA BARBARIE

Más notas sobre lo ocurrido el jueves 14 en la Bostonera, que hacen foco en la violencia en el fóbal. Un excelente relato de Hernán Casciari, y un análisis que trata de poner distancia de la cuestión River ó Boca, por Andrés Burgo.


Teníamos un juguete

Teníamos un juguete; era el más divertido del mundo. No lo habíamos inventado nosotros pero jugábamos mejor que sus inventores. Aceptamos algunas palabras de su idioma original: ful, corner, orsai, pero enseguida lo llenamos de palabras nuestras: sombrero, rabona, pared. Empezamos a jugar en la vereda, en los patios, en invierno y verano, hasta que un día algunos de nosotros, los que jugaban mejor, dejaron sus empleos y se dedicaron por completo. ¡Y qué bien jugaban!
Era tan grande la belleza de sus movimientos que muchos dejamos de jugar y nos pusimos a mirarlos. Armamos clubes sociales, construimos tribunas de madera y de cemento, solamente para ver de cerca a los mejores de cada barrio. Después organizamos torneos semanales, discutimos reglas y elegimos colores para las camisetas. Éramos hombres, pero actuábamos como chicos la mañana del seis de enero.
Y claro, los que habíamos nacido en un barrio queríamos que el domingo ganaran los nuestros, y que los vecinos perdieran. Entonces le incorporamos una variante al juego: mientras durase el partido, los que mirábamos teníamos que cantar a coro y a los gritos. Y así lo hicimos.
¡Qué bien nos salía cantar! Pronto averiguamos que no solo éramos buenos con el juguete, sino también mirando el juego. No habíamos resultado espectadores tristes, como en otros continentes. Nosotros nos involucrábamos, tirábamos kilos de papel picado para recibir a los nuestros y componíamos canciones de aliento. «Sí sí señores / yo soy de Racing. / Sí sí señores / de corazón». Nos divertíamos durante la semana inventando estrofas, y hasta empezamos a componer otras, más picarescas, para fastidiar al vecino. «River tenía un carrito / Boca se lo sacó / River salió llorando / Boca salió campeón». Qué risa nos daba molestar a los vecinos.
Imagínense. Si el juguete ya era divertido en silencio, con el contrapunto de las tribunas el pasatiempo se convirtió en un espectáculo asombroso. Tanto, que venía gente de todo el mundo a conocer nuestra fiesta popular, llena de papel picado y de cantitos. Empezamos a decirle «hinchar» a la acción de fastidiar al rival con canciones picarescas. Y nos bautizamos a nosotros mismos «hinchas», y al grupo enfervorizado de la tribuna le pusimos de nombre «hinchada». Habíamos aprendido a vestir al juguete con accesorios.
Un día se hicieron tan numerosas las hinchadas, y tan efusivas, que tuvimos que poner barras de fierro en las tribunas, a la altura de la cadera, para no caernos en avalancha por culpa de la emoción. Más tarde esa barra de metal sirvió para que el hincha con mejor garganta, subido a ella, dirigiera el coro improvisado. Bautizamos a este hincha con el nombre de «barrabrava», porque sus malabares eran de vértigo.
Nuestros mejores jugadores, que ya empezaban a jugar en otros países, al debutar en el extranjero sentían un vacío: la emoción de las tribunas no era igual. Todos sentados, nadie cantando. Muchos elegían volver al club de su origen, incluso perdiendo fortunas, con tal de escuchar otra vez el rumor de las hinchadas dirigidas por los barras. Fue entonces cuando nos empezó a interesar más el accesorio que el juguete.
En esa época empezamos a exagerar la emoción que sentíamos. Los hinchas, que hasta entonces caricaturizábamos pequeñas guerras ficticias, olvidamos que actuábamos en chiste. Empezamos a llamarle «pasión» a nuestra simpatía por un club.
Y los cantos se volvieron literales. «Corrieron para acá / corrieron para allá / a todos esos putos los vamos a matar». A muchas empresas esto les pareció muy rentable y reforzaron la idea de «pasión». La pasión del encuentro. Todos unidos por una pasión. El juguete se había vuelto tan importante como la vida. Era, incluso, un resumen de la vida.
Entonces, una tarde, dejamos de alentar a los jugadores y empezamos a ser hinchas de nuestra propia pasión. «Pasan los años / pasan los jugadores / la hinchada está presente / no para de alentar».
Mientras en el pasto ocurría el juego, las tribunas se felicitaban a ellas mismas, y creímos sensato fundar periódicos, emisoras de radio y canales de televisión que informaran durante las veinticuatro horas sobre el juego, aunque el juego solo ocurriera una vez por semana. No nos pareció excesivo. Porque de martes a sábados queríamos saber sobre las hinchadas, sobre los barrabravas y sobre las pasiones.
Los periódicos le daban la misma importancia, en la portada, a un conflicto entre hinchas que a la guerra de Medio Oriente. Y los barrabravas empezaron a tener nombre y apellido en la prensa. Les sacaban fotografías, se hablaba de ellos en las tertulias. Cuanto mayor era su salvajismo, más grande su fama y su titular.
Los relatores del juego, que al inicio solo decían los nombres de los jugadores por la radio, también empezaron a fingir emoción exagerada en el relato. Durante los partidos gritaban los goles durante cincuenta segundos en el micrófono, como poseídos, como si no hubiera nada más importante en el universo, y después le pedían calma a las tribunas.
Nadie sabe cuándo fue, exactamente, que todo se fue al carajo. Nadie recuerda cuándo murió el primero de los nuestros, ni a manos de quién. Nadie sabe cómo algunos se hicieron dueños del juguete. Pero un día las tribunas se convirtieron en campos de batalla. Y la prensa no hablaba de la muerte de seres humanos, sino de la muerte de «hinchas de». Para alimentar la pasión.
Los jugadores que triunfaban en el extranjero ya no quisieron volver, y los dueños del juguete se llenaron los bolsillos sin mejorarle el mecanismo. Hoy, cuando vamos a ver jugar a los nuestros, ya no hay sombreros, ni rabonas, ni paredes. El pasto está alto y descuidado. Y pusieron una manga de plástico para que los jugadores puedan entrar a la cancha sin morir.
Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos. Lo hicimos mierda.
Y lo más triste es que no sabemos jugar a otra cosa.


La Bombonera y Cromañón

Es la única vez que lamento ser hincha de River, una condición que no oculto a pesar de ser periodista deportivo pero que en este caso -y de ahí el lamento- puede actuar como justificativo para que algunos salten a la yugular de este texto al grito de: “y qué querés, si es gallina” -independientemente de los motivos por los cuales efectivamente este texto puede ser criticado-.
Yo no sé cuándo comenzamos a odiarnos en el fútbol argentino pero el odio se hizo tan grande, incluso a la condición humana, que un pedido se extendió en esta semana: “Los partidos se ganan en la cancha y no en los escritorios”. Lo dijeron autoridades de Boca (dirigentes y técnico), periodistas (algunos partidarios y otros imparciales), personajes sin relación con el club (César Luis Menotti y Gustavo Alfaro, por ejemplo) y miles de hinchas en redes sociales, oficinas y bares. Muchos de ellos deben ser los que más se quejan contra la inseguridad en las calles y sin embargo miran para otro lado cuando la violencia los encuentra en la otra vereda, la propia: los invito a ser rociados con gas pimienta al salir de sus casas o al entrar a sus trabajos y tener que seguir su vida con normalidad.
“Los partidos se ganan en la cancha y no en los escritorios” debe ser de las frases más insensibles que se hayan dicho jamás. Se puede entender en el anacronismo de personajes anclados en los años 70 -o sea en la resaca de su gloria, o en la necesidad de mantener viva la época en que forjaron su leyenda- y también, con mucha buena voluntad e ingenuidad, en los dirigentes y en el técnico de Boca-como puesta en escena que alivie a los fanáticos-. Sin embargo, esa frase dicha en periodistas e hinchas -en la llamada “gente común”- suena brutal.
El resultadismo, la negación de la derrota, empezó en el fútbol hace ya varias décadas y llegó a la violencia hace pocos años -hasta Menotti, el rey del antiresultadismo, puso con su declaración al resultado por encima de la salud-. Cualquiera que haya visto las imágenes del entretiempo sabe que la Bombonera pudo haber sido un Cromañón. De hecho, en uno de los videos se escucha a un hincha asustado en la tribuna: “Se van a quemar todos”. Pero como no fue un Cromañón -aunque no lo haya sido de milagro-, miles corrieron a pedir: “El partido tiene que seguir”. El ecosistema del fútbol se siente por encima de todo, nada debe interrumpir el fútbol, el fútbol es la ley máxima. Si esa lógica se traslada a otros ambientes -el axioma que ubica al fútbol como un don que prescinde de todo-, Callejeros tendría que haber vuelto a tocar en Cromañón porque los recitales se resuelven sobre el escenario -y perdonen los familiares o los chicos que sobrevivieron-. O, incluso, De la Rúa debería haber retomado su mandato porque los gobiernos se resuelven en la Casa Rosada. ¿Tanto nos odiamos como para que un resultado deportivo prescinda de un ataque con gas pimienta a jugadores?
En realidad, ya no me preocupan ni Boca ni River -todos sabemos que lo que pasó en la Bombonera pudo haber ocurrido en el Monumental o en el Carlos Quinto de Flandria o el Enrique Sexto de Lamadrid-, ni las barras bravas, ni los panaderos que juegan a hacerse los barrabravas, ni los dirigentes políticos y deportivos que financian a los violentos, ni la empresa que tiene los derechos de televisión y prioriza sus ganancias a enviar un mensaje contra los violentos, ni los directores técnicos que convierten en victimarios a las víctimas, ni los jugadores que son agitadores por acción u omisión -incluyo a los de River por la foto que enviaron por Twitter para celebrar la clasificación-. Lo irreversible, el efecto desolador de estas horas, es que la violencia trascendió todas esas capas -la de los actores que tienen intereses económicos o laborales- y llegó a la gente normal, a los hinchas que se suponen pensantes o decentes o pacíficos y que sin embargo ya son el caldo de cultivo de los actores recién mencionados.
El ecosistema del fútbol -también integrado por esa gente que no va la cancha pero que habla de su pasión en el trabajo o en las redes sociales- se pudrió hasta en sus raíces. En estos días escuché a un maestro de grado quejarse porque, apenas ocurrió la agresión, “los jugadores de River se tiraban agua a propósito en los ojos porque sabían que así estarían peor”. También me enteré del director de una agencia de seguros -xeneize él- enojado con un empleado, hincha de Boca también, porque éste entendía lógico que el partido no continuara: “Entonces no sos tan hincha”.
Antes del partido, hubo intelectuales que hablaron de “■■■■■” y que negaron la derrota de su equipo como una posibilidad: nada muy diferente de la bandera que la 12 colgó en el alambrado antes del partido, “Pasa Boca o no se ba nadie”. Todos leímos al periodista de policiales que denigró a compañeros de trabajo después de un resultado adverso. Los cronistas partidarios que hacen de Twitter un escenario de terrorismo deportivo ya es de una definitiva cotidianeidad, al igual que los diarios que ofrecen un doble mensaje: aseguran estar en contra de la violencia y en simultáneo crean espacios de hinchas que son barricadas para denigrar al rival -espacios de hinchas que no son creados porque sí, por supuesto, sino porque está lleno de hinchas a los que les encanta leer y comprobar cómo nosotros somos los mejores y ellos son los enemigos que siempre pueden ser más humillados-.
El River-Boca se rosarinizó en los últimos meses: ya está en un nivel de esquizofrenia similar al de Newell’s-Central. Que haya o no un Cromañón en las canchas volverá a depender de unos pocos centímetros y de la suerte. Si se consuma la tragedia, habrá suelta de lágrimas falsas y gritos de “así no se puede seguir, hay que hacer algo”. Pero si no, e independientemente de los actores con intereses personales (dirigentes, técnicos, jugadores, empresarios de medios, periodistas partidarios), también escucharemos a la “gente común”, a los hinchas que no creíamos contaminados y sin embargo ya lo están, a docentes, transportistas, abogados, médicos, choferes, mozos, editores y changarines pedir que el partido termine en la cancha porque “al fútbol no se gana en los escritorios”.
Estamos rodeados de millones de Panaderos.

Más notas sobre lo ocurrido el jueves 14 en la Bostonera, que hacen foco en la violencia en el fóbal. Un excelente relato de Hernán Casciari, y un análisis que trata de poner distancia de la cuestión River ó Boca, por Andrés Burgo.


Teníamos un juguete

Teníamos un juguete; era el más divertido del mundo. No lo habíamos inventado nosotros pero jugábamos mejor que sus inventores. Aceptamos algunas palabras de su idioma original: ful, corner, orsai, pero enseguida lo llenamos de palabras nuestras: sombrero, rabona, pared. Empezamos a jugar en la vereda, en los patios, en invierno y verano, hasta que un día algunos de nosotros, los que jugaban mejor, dejaron sus empleos y se dedicaron por completo. ¡Y qué bien jugaban!
Era tan grande la belleza de sus movimientos que muchos dejamos de jugar y nos pusimos a mirarlos. Armamos clubes sociales, construimos tribunas de madera y de cemento, solamente para ver de cerca a los mejores de cada barrio. Después organizamos torneos semanales, discutimos reglas y elegimos colores para las camisetas. Éramos hombres, pero actuábamos como chicos la mañana del seis de enero.
Y claro, los que habíamos nacido en un barrio queríamos que el domingo ganaran los nuestros, y que los vecinos perdieran. Entonces le incorporamos una variante al juego: mientras durase el partido, los que mirábamos teníamos que cantar a coro y a los gritos. Y así lo hicimos.
¡Qué bien nos salía cantar! Pronto averiguamos que no solo éramos buenos con el juguete, sino también mirando el juego. No habíamos resultado espectadores tristes, como en otros continentes. Nosotros nos involucrábamos, tirábamos kilos de papel picado para recibir a los nuestros y componíamos canciones de aliento. «Sí sí señores / yo soy de Racing. / Sí sí señores / de corazón». Nos divertíamos durante la semana inventando estrofas, y hasta empezamos a componer otras, más picarescas, para fastidiar al vecino. «River tenía un carrito / Boca se lo sacó / River salió llorando / Boca salió campeón». Qué risa nos daba molestar a los vecinos.
Imagínense. Si el juguete ya era divertido en silencio, con el contrapunto de las tribunas el pasatiempo se convirtió en un espectáculo asombroso. Tanto, que venía gente de todo el mundo a conocer nuestra fiesta popular, llena de papel picado y de cantitos. Empezamos a decirle «hinchar» a la acción de fastidiar al rival con canciones picarescas. Y nos bautizamos a nosotros mismos «hinchas», y al grupo enfervorizado de la tribuna le pusimos de nombre «hinchada». Habíamos aprendido a vestir al juguete con accesorios.
Un día se hicieron tan numerosas las hinchadas, y tan efusivas, que tuvimos que poner barras de fierro en las tribunas, a la altura de la cadera, para no caernos en avalancha por culpa de la emoción. Más tarde esa barra de metal sirvió para que el hincha con mejor garganta, subido a ella, dirigiera el coro improvisado. Bautizamos a este hincha con el nombre de «barrabrava», porque sus malabares eran de vértigo.
Nuestros mejores jugadores, que ya empezaban a jugar en otros países, al debutar en el extranjero sentían un vacío: la emoción de las tribunas no era igual. Todos sentados, nadie cantando. Muchos elegían volver al club de su origen, incluso perdiendo fortunas, con tal de escuchar otra vez el rumor de las hinchadas dirigidas por los barras. Fue entonces cuando nos empezó a interesar más el accesorio que el juguete.
En esa época empezamos a exagerar la emoción que sentíamos. Los hinchas, que hasta entonces caricaturizábamos pequeñas guerras ficticias, olvidamos que actuábamos en chiste. Empezamos a llamarle «pasión» a nuestra simpatía por un club.
Y los cantos se volvieron literales. «Corrieron para acá / corrieron para allá / a todos esos putos los vamos a matar». A muchas empresas esto les pareció muy rentable y reforzaron la idea de «pasión». La pasión del encuentro. Todos unidos por una pasión. El juguete se había vuelto tan importante como la vida. Era, incluso, un resumen de la vida.
Entonces, una tarde, dejamos de alentar a los jugadores y empezamos a ser hinchas de nuestra propia pasión. «Pasan los años / pasan los jugadores / la hinchada está presente / no para de alentar».
Mientras en el pasto ocurría el juego, las tribunas se felicitaban a ellas mismas, y creímos sensato fundar periódicos, emisoras de radio y canales de televisión que informaran durante las veinticuatro horas sobre el juego, aunque el juego solo ocurriera una vez por semana. No nos pareció excesivo. Porque de martes a sábados queríamos saber sobre las hinchadas, sobre los barrabravas y sobre las pasiones.
Los periódicos le daban la misma importancia, en la portada, a un conflicto entre hinchas que a la guerra de Medio Oriente. Y los barrabravas empezaron a tener nombre y apellido en la prensa. Les sacaban fotografías, se hablaba de ellos en las tertulias. Cuanto mayor era su salvajismo, más grande su fama y su titular.
Los relatores del juego, que al inicio solo decían los nombres de los jugadores por la radio, también empezaron a fingir emoción exagerada en el relato. Durante los partidos gritaban los goles durante cincuenta segundos en el micrófono, como poseídos, como si no hubiera nada más importante en el universo, y después le pedían calma a las tribunas.
Nadie sabe cuándo fue, exactamente, que todo se fue al carajo. Nadie recuerda cuándo murió el primero de los nuestros, ni a manos de quién. Nadie sabe cómo algunos se hicieron dueños del juguete. Pero un día las tribunas se convirtieron en campos de batalla. Y la prensa no hablaba de la muerte de seres humanos, sino de la muerte de «hinchas de». Para alimentar la pasión.
Los jugadores que triunfaban en el extranjero ya no quisieron volver, y los dueños del juguete se llenaron los bolsillos sin mejorarle el mecanismo. Hoy, cuando vamos a ver jugar a los nuestros, ya no hay sombreros, ni rabonas, ni paredes. El pasto está alto y descuidado. Y pusieron una manga de plástico para que los jugadores puedan entrar a la cancha sin morir.
Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos. Lo hicimos mierda.
Y lo más triste es que no sabemos jugar a otra cosa.


La Bombonera y Cromañón

Es la única vez que lamento ser hincha de River, una condición que no oculto a pesar de ser periodista deportivo pero que en este caso -y de ahí el lamento- puede actuar como justificativo para que algunos salten a la yugular de este texto al grito de: “y qué querés, si es gallina” -independientemente de los motivos por los cuales efectivamente este texto puede ser criticado-.
Yo no sé cuándo comenzamos a odiarnos en el fútbol argentino pero el odio se hizo tan grande, incluso a la condición humana, que un pedido se extendió en esta semana: “Los partidos se ganan en la cancha y no en los escritorios”. Lo dijeron autoridades de Boca (dirigentes y técnico), periodistas (algunos partidarios y otros imparciales), personajes sin relación con el club (César Luis Menotti y Gustavo Alfaro, por ejemplo) y miles de hinchas en redes sociales, oficinas y bares. Muchos de ellos deben ser los que más se quejan contra la inseguridad en las calles y sin embargo miran para otro lado cuando la violencia los encuentra en la otra vereda, la propia: los invito a ser rociados con gas pimienta al salir de sus casas o al entrar a sus trabajos y tener que seguir su vida con normalidad.
“Los partidos se ganan en la cancha y no en los escritorios” debe ser de las frases más insensibles que se hayan dicho jamás. Se puede entender en el anacronismo de personajes anclados en los años 70 -o sea en la resaca de su gloria, o en la necesidad de mantener viva la época en que forjaron su leyenda- y también, con mucha buena voluntad e ingenuidad, en los dirigentes y en el técnico de Boca-como puesta en escena que alivie a los fanáticos-. Sin embargo, esa frase dicha en periodistas e hinchas -en la llamada “gente común”- suena brutal.
El resultadismo, la negación de la derrota, empezó en el fútbol hace ya varias décadas y llegó a la violencia hace pocos años -hasta Menotti, el rey del antiresultadismo, puso con su declaración al resultado por encima de la salud-. Cualquiera que haya visto las imágenes del entretiempo sabe que la Bombonera pudo haber sido un Cromañón. De hecho, en uno de los videos se escucha a un hincha asustado en la tribuna: “Se van a quemar todos”. Pero como no fue un Cromañón -aunque no lo haya sido de milagro-, miles corrieron a pedir: “El partido tiene que seguir”. El ecosistema del fútbol se siente por encima de todo, nada debe interrumpir el fútbol, el fútbol es la ley máxima. Si esa lógica se traslada a otros ambientes -el axioma que ubica al fútbol como un don que prescinde de todo-, Callejeros tendría que haber vuelto a tocar en Cromañón porque los recitales se resuelven sobre el escenario -y perdonen los familiares o los chicos que sobrevivieron-. O, incluso, De la Rúa debería haber retomado su mandato porque los gobiernos se resuelven en la Casa Rosada. ¿Tanto nos odiamos como para que un resultado deportivo prescinda de un ataque con gas pimienta a jugadores?
En realidad, ya no me preocupan ni Boca ni River -todos sabemos que lo que pasó en la Bombonera pudo haber ocurrido en el Monumental o en el Carlos Quinto de Flandria o el Enrique Sexto de Lamadrid-, ni las barras bravas, ni los panaderos que juegan a hacerse los barrabravas, ni los dirigentes políticos y deportivos que financian a los violentos, ni la empresa que tiene los derechos de televisión y prioriza sus ganancias a enviar un mensaje contra los violentos, ni los directores técnicos que convierten en victimarios a las víctimas, ni los jugadores que son agitadores por acción u omisión -incluyo a los de River por la foto que enviaron por Twitter para celebrar la clasificación-. Lo irreversible, el efecto desolador de estas horas, es que la violencia trascendió todas esas capas -la de los actores que tienen intereses económicos o laborales- y llegó a la gente normal, a los hinchas que se suponen pensantes o decentes o pacíficos y que sin embargo ya son el caldo de cultivo de los actores recién mencionados.
El ecosistema del fútbol -también integrado por esa gente que no va la cancha pero que habla de su pasión en el trabajo o en las redes sociales- se pudrió hasta en sus raíces. En estos días escuché a un maestro de grado quejarse porque, apenas ocurrió la agresión, “los jugadores de River se tiraban agua a propósito en los ojos porque sabían que así estarían peor”. También me enteré del director de una agencia de seguros -xeneize él- enojado con un empleado, hincha de Boca también, porque éste entendía lógico que el partido no continuara: “Entonces no sos tan hincha”.
Antes del partido, hubo intelectuales que hablaron de “■■■■■” y que negaron la derrota de su equipo como una posibilidad: nada muy diferente de la bandera que la 12 colgó en el alambrado antes del partido, “Pasa Boca o no se ba nadie”. Todos leímos al periodista de policiales que denigró a compañeros de trabajo después de un resultado adverso. Los cronistas partidarios que hacen de Twitter un escenario de terrorismo deportivo ya es de una definitiva cotidianeidad, al igual que los diarios que ofrecen un doble mensaje: aseguran estar en contra de la violencia y en simultáneo crean espacios de hinchas que son barricadas para denigrar al rival -espacios de hinchas que no son creados porque sí, por supuesto, sino porque está lleno de hinchas a los que les encanta leer y comprobar cómo nosotros somos los mejores y ellos son los enemigos que siempre pueden ser más humillados-.
El River-Boca se rosarinizó en los últimos meses: ya está en un nivel de esquizofrenia similar al de Newell’s-Central. Que haya o no un Cromañón en las canchas volverá a depender de unos pocos centímetros y de la suerte. Si se consuma la tragedia, habrá suelta de lágrimas falsas y gritos de “así no se puede seguir, hay que hacer algo”. Pero si no, e independientemente de los actores con intereses personales (dirigentes, técnicos, jugadores, empresarios de medios, periodistas partidarios), también escucharemos a la “gente común”, a los hinchas que no creíamos contaminados y sin embargo ya lo están, a docentes, transportistas, abogados, médicos, choferes, mozos, editores y changarines pedir que el partido termine en la cancha porque “al fútbol no se gana en los escritorios”.
Estamos rodeados de millones de Panaderos.

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