EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR
POR: ARIEL CRISTÓFALO
“De pibe era hincha del Johor Darul Takzim de Malasia. Eso pesó para decidirme y firmar”. Escribí eso, le adjudiqué con despecho y malicia esas palabras -y otras del mismo tono- a Pablo Aimar en julio de 2013, cuando resolvía tomarse un vuelo malayo. Acaso por eso nunca más íbamos a saber de él, y ni siquiera teníamos idea de lo peligroso que era Malaysia Airlines. Me parecía ridículo: Malasia, qué carajo es eso, en qué planeta queda ese país imposible, si es que efectivamente es un país; qué deportes practicarán allá o, es más: ¿sabrán lo que es el deporte? ¿Y el fútbol? Si en el Corán no debe haber ningún pasaje que hable de veintidós tipos detrás de una número cinco de cuero. Me tuve que acordar del Mundial Sub 20 del 97 como para confirmar que ese lugar realmente existía en la Tierra, pero no iba a alcanzar de consuelo: definitivamente Aimar se iba a jugar a otro mundo, uno muy distinto al nuestro y sin ninguna otra razón aparente que el dinero. El dinero muy por encima de un sentimiento y un sentido de pertenencia por sus orígenes que a esa altura ya despertaban más dudas que la muerte de Yabrán. Y ya dijimos en este espacio que de chiquitos nos enseñaron que el dinero es malo y el amor es bueno. Pero peor aún: Pablo Aimar no sólo estaba salvado económicamente sino que sus tataranietos, a los que probablemente nunca vaya a conocer, también lo estarán. Incomprensible para el argento medio, o sea yo. Y River lo necesitaba, además. Siempre lo había necesitado. Cómo no iba a volver.
Pasaron unos días y la bronca no se iba: apareció una foto de Aimar jugando en el Johor Darul Takzim Asdghaaiiiiiyrsaeim. Fue devastador. Estaban él, sus rulos, acomodando una pelota para patear un tiro libre, casaca negra, amarilla y gris: ni en el torneo de ex alumnos del CNBA, donde suelo jugar a la pelota, vi una camiseta de fútbol tan berreta, tan poco futbolera, porque esos colores combinados -también nos enseñaron de pibes- podrán dar como resultado un taxi con la pintura gastada, una abeja bañada en polvo después de un derrumbe, un traje de buzo medio banana, pero nunca una camiseta de fútbol. El equipo rival vestía de rosa, algo que tampoco era creíble para un deporte de machos alfa cazadores de venados hasta que después hubo algunos clubes, como la Juventus o Boca, que se animaron a usar ese color y le incorporaron diversidad a la paleta, aun bancándose la gastada. De fondo, el público: estaban parados. Bueno, bien, pensará cualquiera, allá también ven los partidos de pie, como nosotros: al final eran apasionados. No: estaban parados porque no había tribuna. Reitero: el estadio no tenía tribunas. Detrás de los malayitos, un par de palmeras, un estacionamiento con algún auto clase be aparcado, un cartel de vialidad y una casita amarilla con ventanas tostadas que parecían indicar la presencia de un vestuario. Al menos había para bañarse.
No, la bronca no se iba y mucho menos después de ver esa foto. Cómo un tipo con la carrera ya hecha podía elegir jugar en un escenario así de decadente y no en el Monumental, sesenta mil fieras coreando tu nombre, fuegos artificiales, tu foto en pantalla gigante, Aimaaaaar Aimaaaaar, olé olé olé olé, gol, delirio, éxtasis, tapa de diario, genio, figura, minas en bolas, ése es el famoso Payaso que aunque no rime volvió a River para ser campeón. ¿Cómo?
A fines del año pasado, Aimar decidió volver a River y reveló su secreto. Y muchos lo entendimos. Sí, lo entendí, increíble pero lo entendí. “Fui a jugar a Malasia porque no estaba en condiciones de jugar en un club como River”, me dijo en enero de este año en Punta del Este, en una entrevista para el diario Olé durante su pretemporada de regreso. Okey, pero había que ser agradecido igual, Pablo, pensaron algunos: Rive te dio de comé a vo, eh, no te olvidé no te olvidé que a vo te dimo de comé. Había que ser agradecido. Y Aimar intentó serlo. Y nos enseñó lo que era ser agradecido a un club: “Yo escucho que se habla mucho del agradecimiento al volver. Y yo tengo muy claro lo que es el agradecimiento. Yo no escucho a ningún jugador que diga ‘le estoy muy agradecido al Milan, así que voy a jugar en el Milan’. Vos no podés venir a agradecerle a River por lo que pasó antes, a River tenés que venir si te da para jugar en River, es un club enorme”. La definición, de las mejores que escuché últimamente, la tiró en una entrevista con Juan Pablo Varsky y Matías Martin en abril. Aimar siempre pensó así y algunos nunca nos habíamos enterado. Y lo juzgamos, y dijimos cosas malas de él, y pensamos que era poco menos que Judas, que un dólar más le alcanzaba para jugar en Mongolia o en Malasia, porque ya ni me acuerdo en qué país fue que jugó. Y probablemente eso ocurrió porque nos gusta juzgar a la gente sin saber, o juzgar porque nos contó un tachero que en el fútbol todo es malo malo malo y se juega por guita guita guita y entonces por la guita baila el mono, baila. Y porque Aimar nunca fue de dar entrevistas. Nunca lo había dicho. Pero qué iba a hacer al llegar a Malasia. En su presentación iba a decir “miren, la verdad es que no estoy para jugar en la alta competencia, pero vine acá porque me van a pagar como si lo estuviera, porque me gusta el turismo aventura y todo eso, pero si fuera por mí yo estaría en River, en un lugar donde sienten el fútbol de verdad y no como ustedes, que hace tres días saben lo que es una pelota, si es que realmente lo saben. Putos”. No, Aimar no iba a decir eso.
El verdadero problema de Aimar, nuestro verdadero enemigo, siempre fue su tobillo derecho. O no siempre: desde hace algunos años. Pero siempre lo fue desde que su carrera en Europa iba terminando; y la lógica, el adagio futbolero, dice en letra de molde que después de triunfar afuera se vuelve a River para salir campeón y comer asados y ser felices. El problema es el tobillo. El gesto de amor que tanto le pedimos a Aimar y a Saviola y a D’Alessandro y en un tiempo les pediremos a Mascherano, Higuaín y Messi, es volver a River. Y el gesto de amor de Aimar fue bastante superior al que nosotros pedíamos: no sólo quiso volver, sino que se operó una, dos y mil veces para hacerlo, y padeció cada uno de sus días por ese drama crónico en el tobillo, tomó antiinflamatorios, se dio pinchazos, fue a entrenar llorando de dolor y aún así lo intentó. Y lo vimos. Ahora no sé si fue un espejismo, pero estoy casi seguro de que lo vimos. Que entró contra Rosario Central a jugar un puñadito de minutos, que sesenta mil personas lo ovacionaron, que tiró un caño y se vino el Monumental abajo. Creo que sí, que lo vimos. Y, pará, me meto a searchear en YouTube y efectivamente eso ocurrió.
“Mi deseo es jugar un partido más. Después si son dos, o veinte, mucho mejor. Hago todo esto para volver. Si después no da resultado, no fue porque no lo intenté”. El gesto de amor fue haberlo intentado. Yo se lo agradezco.