NACIONALISMO A LA ARGENTINA*
Conviene distinguir entre nacionalismo identitario y nacionalismo político. El primero rastrea elementos aglutinantes. En el pos-rosismo era necesario articular un país. Juan Bautista Alberdi creía que el problema era la encrucijada entre molicie y atraso: miraba con admiración Europa y postulaba que una buena inmigración traería un cambio de hábitos en cuanto al trabajo y las ideas de modernidad: eso lo trasladó a la Constitución, de la que fue autor intelectual. Domingo Sarmiento, por el contrario, pensaba que el problema era el desierto, y quería que la inmigración fundara colonias agrícolas. Bartolomé Mitre, por su lado, creyó necesario reconstruir la historia de la revolución de Mayo y de los años formativos de la independencia. Apuntaban a la búsqueda de una impronta, de una identidad propia que trazara una noción de la Argentina.
Pero el vocablo nacionalista en sentido político alude a un antiliberalismo autoritario, con acento en las tradiciones, probablemente corporativista, militarista, antiglobalizador y con algunos rasgos antisemitas. No puede dejar de armarse una capilla ardiente con los más ilustres ejemplares de esa laya: José Hernández, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Arturo Jauretche. Ninguno cumplía con todos los requisitos, pero se acercaban bastante al ideal. Por ejemplo, Lugones apoyó a los militares, el antiliberalismo, el autoritarismo, la tradición gauchesca del Martín Fierro y hasta escribió La Guerra gaucha, pero no era en absoluto antisemita. En el caso de Ricardo Rojas, por el contrario, tenía rasgos antisemitas pero formó parte del gobierno radical de Yrigoyen.
1930 marcó sin duda un primer atisbo de nacionalismo. 1943, en cambio, con el GOU y el primer Perón, subió el listón: todo el espíritu antiliberal requerido por la macabra noción se hizo presente. Más adelante, con los golpes militares, este nacionalismo nunca aparecía del todo nítido. Onganía es síntomatico y paradojal: a la vez que el Ministerio del Interior lo ocupaba el doctor Guillermo Borda, nacionalista e intervencionista (a punto tal que su reforma del Código Civil introdujo variadas cuñas dirigistas que aún hoy sobreviven), en el Ministerio de Economía se sentaba Adalberto Krieger Vasena, un liberal de origen judío.
El punto culminante de la euforia nacionalista fue tal vez la disparatada incursión de 1982 en las Islas Malvinas, pero en el Ministerio de Economía había un liberal clásico: Roberto Alemann (cuyo padre había fundado el colegio el Pestalozzi con el objeto diferenciarse de otros institutos de enseñanza alemanes que tenían una impronta filonazi).
Lo curioso es que este mismo esquema matizado, promiscuo, que combina elementos del nacionalismo con elementos del liberalismo se dio durante la última democracia de modo continuo. Alfonsín cerró el caso del Beagle, logró la ley de divorcio vincular, entró en pugna con la iglesia (al punto de que en una ocasión ocupó el púlpito para retrucar a un monseñor) y hasta tuvo referentes conspicuos de origen judío como César Jaroslavsky, pero a la vez mantuvo la economía completamente alambrada, implantó el estado de sitio y tuvo de canciller a Dante Caputo, quien no se exhibía como un liberal a pesar de haber estudiado en Francia, o quizás por eso.
Menem, por su lado, puso fin al servicio militar, tuvo también referentes judíos como Kohan y Corach y abrió la economía, pero era tradicionalista, lo seguían los gauchos, indultó a los militares, y hasta su estética inicial parecía sumamente caudillesca. Esto es consistente con su acercamiento a Álvaro Alsogaray: prototipo de esa ambigüedad, liberal en lo económico, pero promilitarista y conservador en las costumbres. Finalmente los Kirchner mantuvieron relaciones tensas con la iglesia y los militares, legislaron el matrimonio gay y han mantenido asesores cruciales de origen judío, como Horacio Verbitzky, y hasta el primer canciller de ese origen: Héctor Timerman, pero su acendrado autoritarismo, su populismo (hasta sus defensores se llaman Nac & Pop), su culto de personajes como Arturo Jauretche, como su vuelta a una economía totalmente cerrada, con Guillermo Moreno como emblema patético, los acercan al nacionalismo más rancio.
En definitiva, tenemos nuestro propio tipo de nacionalismo, uno que atraviesa a todos los personajes de nuestra vida política. Pero los cruza parcialmente. Nada es diáfano en la Argentina.
Marcelo Gioffré