Abro el thread con el espíritu de compartir todo aquéllo que te pareció interesante, te llamó la atención, te hizo reír o simplemente te despertó curiosidad y sabías que no daba para abrir un tema porque se íba a perder en el olvido. Porque a los codazos le vamos a hacer un espacio al arte, la cultura, la ciencia, tecnología, etc, etc. La idea es que cuando quieras tomarte un tiempito y leer algo copado, te vengas al thread.
Empiezo posteando lo siguiente porque también quería que todos sepan que mañana I-Sat pondría al aire un Documental que tendría que ser buenísimo para quienes nos gustan los Stones y en particular ése discazo que es “Exile on Main Street”.
Un lugar soleado para gente sombría
Treinta y ocho años después de su edición original, los Rolling Stones por fin se decidieron a remasterizar el disco considerado unánimemente como el mejor de su carrera, Exile on Main St. El nuevo lanzamiento viene además con un puñado de canciones nuevas y un documental en DVD. Pero sobre todo revive las discusiones sobre este excesivo trabajo que Keith Richards considera su favorito y Mick Jagger desprecia. Y sirve para recordar esos meses en la Costa Azul en que los Stones se metieron en el sótano de una mansión y salieron con una obra maestra.
Por Mariana Enriquez
La casa era hermosa. Blanca, del siglo XIX, con 16 habitaciones y techos de 9 metros de altura. La había construido un almirante inglés, sobre una colina desde la que se veía el Mediterráneo, frente al puerto de Villefranche-sur-Mer, la Costa Azul, el sur de Francia. El almirante no había sido feliz en su magnífico hogar: en algún momento sintió que su vida no valía la pena y se suicidó arrojándose desde los tejados. En los años ’40 había sido ocupada por la Gestapo y dice la leyenda que la policía nazi llevó a cabo interrogatorios en el sótano. Pero sobre esa oscuridad subterránea se elevaban palmeras y cipreses, una larga escalera que llevaba a la playa privada, arañas impactantes, terrazas amplísimas, jardines colgantes. A Keith Richards le encantó la casa: decidió que sería su guarida y se instaló allí en junio de 1971 con su hijo Marlon, su mujer Anita Pallenberg y sus perros. Enseguida llegó Gram Parsons, uno de sus mejores amigos, de visita por tres meses junto a su esposa Gretchen. El alquiler costaba 10 mil libras al mes; se escuchaba música country día y noche –Merle Haggard, George Jones– y el chef francés contratado para cocinarles, el gordo Jacques, también era dealer de heroína. Era un refugio perfecto, una estampa de dolce vita para el joven guitarrista mitad forajido, mitad millonario. Cuando el periodista Robert Greenfield visitó Nellcôte –el nombre de la casa–, escribió que le recordaba a la Costa Azul de Suave es la noche, la novela de F. Scott Fitzgerald.
Pero había problemas bajo la fachada de mármol, sol y mar. A Keith Richards le gustaba estar allí, pero no había alquilado una casa en la Costa Azul por placer. El y el resto de los Rolling Stones habían tenido que dejar Inglaterra porque no podían cumplir con la estricta ley fiscal británica. Debían impuestos. Debían más de lo que tenían, y más de lo que podían ganar. Richards, que entonces estaba en un estado de dócil paranoia, creía que les habían lanzado los sabuesos para perseguirlos. Es posible que así fuera: en lo cierto o no, Richards y los Stones tenían motivos para estar con los nervios de punta. Allen Klein, su ex manager, era el responsable de no haber pagado los impuestos; pero, además, no podían separarse de él. ABCKO, la compañía de Klein, era dueña de todas las canciones de los Stones hasta 1969, de las cintas master del catálogo original hasta Get Yer Ya Ya’s Out y de los discos recopilatorios posteriores. Esto significaba que el dinero que les quedaba a los verdaderos autores era poco, aunque ellos vivían como aristócratas. Estaban en pleno juicio con Klein, un hombre extremadamente astuto. Hacia 1970 ya habían fundado sello propio, Rolling Stones Records –Jagger, siempre inteligente para los negocios, le había encargado el diseño del logo, la famosa lengua, a Andy Warhol– y tenían contrato de distribución con el sello Atlantic de Ahmet Ertegun, pero aquella nueva etapa recién empezaba. ¿Y si salía mal? ¿Y si no podían sobrevivir? Marshall Chess, el primer presidente de Rolling Stones Records, un decidido hombre de Chicago, no tenía dudas. Pero los Stones sí. Gran parte de la inseguridad provenía del no superado trauma de Altamont: el concierto gratuito en California, con su saldo de un joven asesinado frente al escenario –el cierre negro de los años ’60–, había ocurrido apenas un año y medio antes, en diciembre de 1969. Los Stones, especialmente Jagger, todavía recibían amenazas de muerte de los Angeles del Infierno. Y luego estaba la adicción de Keith y Anita. Ambos se inyectaban heroína tres veces por día; Keith además gustaba de los speedballs, una mezcla de heroína y cocaína que, decía, lo ayudaba a componer. Antes de partir hacia Francia, Keith se había sometido a una cura con una integrante del equipo que había ayudado a dejar la heroína a William Burroughs; pero se mantuvo limpio tan sólo tres días, hasta que llegaron a su casa de visita Gram Parsons y Michael Cooper, sus compañeros de correrías. Cuando llegó a Nellcôte, sabía que no iba a volver a intentar desintoxicarse, y que iba a grabar el disco que debían entregarle a Atlantic en menos de un año completamente sumergido en la adicción.
Y finalmente estaba el problema Bianca. En mayo de 1971, Mick Jagger se casó con la exquisita heredera nicaragüense Bianca Pérez Moreno. A la ceremonia no acudió ningún Rolling Stone salvo Keith Richards, que se la pasó roncando y se negó a tocar para los novios. Bianca luego se negó a pisar Nellcôte y alquiló, ya embarazada, un departamento en París. Y entonces empezó la histeria. A Jagger no le gustaba que Richards pasara tanto tiempo con Gram Parsons (“Quería protegerme; pero también, y sobre todo, estaba celoso”, le dijo Richards a la revista Classic Rock hace menos de un mes). Bianca odiaba a Anita y no soportaba a Keith. Anita odiaba a Bianca con pasión: dicen que intentó hacerle brujería. Jagger no sabía qué hacer, ni cómo mediar entre su mejor amigo y su esposa. Nada bueno podía salir de todo este drama, pensaban todos.
Pero salió Exile on Main St.
Los subterraneos
El productor Jimmy Miller y el ingeniero de sonido Andy Johns –que sólo tenía 21 años en ese verano de 1971– pasaron meses buscando un estudio en el sur de Francia para poder grabar el sucesor de Sticky Fingers, pero no encontraron nada que fuera adecuado. Además, poco a poco iba quedando claro que la mansión de Keith Richards funcionaba como imán, especialmente porque su dueño no quería salir de allí. Así que tomaron una decisión: instalar el equipo de grabación móvil de los Stones en la puerta de la casa –un camión enorme que albergaba la tecnología más avanzada de la época–, y tirar cables hacia el oscuro y húmedo sótano de Nellcôte, donde el grupo iba a componer el disco, el lugar que funcionaría como sala. Hicieron falta más cables, sin embargo: la endeble instalación eléctrica de la mansión no podía aguantar las nuevas exigencias energéticas, por lo que el equipo se conectó ilegalmente a las líneas eléctricas de los ferrocarriles franceses, que pasaban cerca. Esos cables robados pasaban a través de la ventana de la cocina. Era ciertamente incómodo: los Stones ya eran un grupo aburguesado, acostumbrado a grabar en situaciones principescas. Mick Jagger odiaba particularmente todo el asunto. “Todos estaban drogados con algo. Así que no era agradable. Era una cosa comunitaria, no sabías si estabas grabando o viviendo o cenando. Yo no la pasaba bien. No sabía cuándo iba a tocar, cuándo tenía que cantar. Era muy difícil, había demasiados parásitos. Me dejé llevar por la corriente y el disco se empezó, pero fue casi imposible. Todos tenían la cabeza en otra parte. Y los productores, los ingenieros, toda la gente que se suponía debía ser la más organizada, eran los más desorganizados de todos.” Del sótano tampoco guarda buenos recuerdos; cuenta en el libro Keith Richards: The Biography de Victor Bockris: “Grabábamos en el desagradable sótano de Keith, que parecía una cárcel. A mí me gusta grabar en salas muy grandes. Había una humedad increíble. No podía soportarlo. En cuanto abría la boca para cantar, me quedaba sin voz. Era tan húmedo que todas las guitarras se desafinaban antes de llegar al final de la canción”. Las guitarras se grababan en la cocina, donde había azulejos que proveían una mejor acústica. Bill Wyman tenía un cuartito para tocar su bajo, pero era tan chico que debía dejar el amplificador del otro lado de la puerta. Toda la rutina se acomodaba a los horarios del dueño de casa: si se despertaba a medianoche, entonces se tocaba hasta el amanecer; si se despertaba al mediodía, entonces se tocaba hasta la hora de cenar. Los técnicos alquilaron casas en los alrededores. Los Stones solían quedarse en Nellcôte (Jagger vivía en París, Charlie Watts en Cervennes), pero cuando se iban, no volvían en unos cuantos días. Jagger desaparecía con mucha frecuencia, cosa que enfurecía a Keith. Así fue que algunas canciones emblemáticas, como “Happy”, se grabaron casi sin los Stones: Richards en guitarra y voz, Jimmy Miller en batería y bajo, saxo a cargo de Bobby Keys. “Rocks Off” se registró a las nueve de la mañana, en dos tomas: Richards despertó a los gritos a los ingenieros para que grabaran lo que recién había sacado, esa canción sobre la decadencia y la pereza y la adicción que parecía resumir el fatal verano francés: “Siempre escucho voces por la calle / Quiero gritar, pero apenas puedo hablar... / Pateame como lo hiciste antes, ya ni siquiera puedo sentir dolor”. Jamás faltaba droga, porque Marsella estaba muy cerca y era la capital europea de la heroína, el hogar de la mafia corsa. Los dealers iban a Nellcôte con heroína tailandesa, llamada “algodón de azúcar” por su tono rosa y su calidad. Otros pasaban cocaína dentro de regalos para Marlon, el primogénito Richards (dentro de un piano de juguete, por ejemplo). Keith se compró un yate, al que llamó Mandrax, y trataba de acercarse a otros buques en el puerto de aguas profundas, convencido de que debían contar con cargamentos de hachís y opio de gran calidad. En general no conseguía nada, chocaba el yate contra otros barcos y contra el muelle, y en ocasiones se quedaba sin combustible. Anita Pallenberg recuerda esa época de combustión creativa en la biografía de Bockris: “Fue un maratón musical increíble, pero también fue una pesadilla. Creativamente era genial, todo el mundo en su sitio, y entonces llegaba Mick y se ponía a cantar ‘Sweet Black Angel’, y eso podía continuar dos días seguidos; pero durante todo el tiempo que pasamos en la casa nunca estuvimos solos. Día tras día éramos diez personas para comer, veinticinco para cenar. Creo que nadie durmió en todo el verano. Yo tenía que ocuparme de todo. Era la única persona que hablaba bien el francés. Y luego estaban los delincuentes del lugar, que en cierto modo se mudaron con nosotros. Decían: ‘Vamos a venir aquí y vamos a destrozar la casa, vamos a hacer esto y aquello’. Y yo pensé: mejor que los contratemos y los hagamos trabajar para nosotros. De modo que teníamos a un montón de lugareños, peligrosos, trabajando en la cocina. Al final nos encontramos a traficantes de drogas en la puerta de casa haciendo todo tipo de negocios, y así fue como todo se fue al carajo. Habíamos abierto las puertas; estaban abiertas porque todo el mundo entraba y salía (los músicos, todo el mundo). Un día entré en el salón y vi a esos tipejos que llevaban medio kilo de heroína cada uno en las botas, y los eché a patadas. Era una locura”.
Hoy, Keith Richards insiste en que no era para tanto, que mucho es leyenda, que un disco doble como acabó siendo Exile on Main St. no habría podido lograrse sin cierta ética de trabajo y alguna disciplina particular. Pero reconoce que fue la primera vez que trabajó como quería, sin horarios, con los músicos más o menos en el mismo lugar todo el tiempo, con tiempo, dejando que las cosas ocurrieran, capturando los accidentes. “A esta banda se le saca lo mejor cuando cree que no está trabajando. Hice un disco doble cuando más metido estaba en la heroína. Puedo asegurar que no afectó en absoluto mi capacidad como músico. Y creo que también influyó que yo viviera sobre la fábrica. A lo mejor debería intentarlo de nuevo, a lo mejor debería meter a los Stones en el sótano otra vez.”
El lento despertar
Se terminaba el verano, y el nuevo disco iba tomando forma. En el sótano, algunas noches la temperatura subía hasta los 40, y así se escribieron canciones como “Ventilator Blues”, de Mick Taylor, un homenaje al único ventilador de la sala. La música se escuchaba todo el día desde la calle. Los vecinos no se quejaban, pero la policía estaba atenta. Y se pusieron mucho más en alerta cuando una tarde Keith, en una pelea con un guardia costero porque quería ver el yate de Errol Flynn, sacó el arma de juguete de Marlon para amenazar al efectivo. Agentes de la policía visitaron Nellcôte tras el incidente, y se fueron con la promesa de buena conducta y algunos discos autografiados. Pero ahora estaban sobre aviso.
Mick Jagger, que acababa de ser padre de su segunda hija, Jade, anunció que él daba por terminadas las sesiones de Nellcôte, cosa que enfureció a Keith. No hubo vuelta atrás. El paraíso artificial se ensombreció más cuando una noche, y a pesar de que había más de diez personas durmiendo en la casa, alguien entró y se llevó las atesoradas once guitarras de Keith Richards (además de un bajo y un saxo de Bobby Keys). ¿Una deuda de droga no saldada? Probablemente. Días antes, Keith y Anita habían incendiado accidentalmente su cama; ella estaba embarazada de tres meses, y no podía dejar la heroína. Bill Wyman ya había dejado de ir a Nellcôte: odiaba el ambiente. Gram Parsons también se había marchado, entre otras cosas por presión de Jagger, y porque no había conseguido grabar el planeado disco de country con Richards –¡y qué disco hubiera sido!–: su adicción era demasiado profunda. Moriría dos años después, en 1973. Richards no volvió a verlo. Un segundo robo dejó a los inquilinos de Nellcôte sin ropa ni dinero. La policía ya estaba lista para acusarlos de tenencia de drogas, y de posible tráfico (o de permitir que se traficara bajo su techo). Escaparon por un pelo: el primer intento de salir del país casi les fue negado, pero los poderosos abogados de los Stones convencieron a las autoridades judiciales francesas de que Keith y Anita volverían, presentando como garantía algunos meses más de contrato de alquiler en Nellcôte.
Para noviembre, todos estaban en Los Angeles, en el Sunset Studio, terminando el disco con colaboradores como Billy Preston y Dr. John. A nadie le gustaba mucho cómo sonaba lo obtenido en el sótano francés, pero coincidían en que el disco tenía algo, cierto filo, una suciedad espectral, una mezcla de pereza y oscuridad con iluminaciones creativas. Exile on Main St. se editó en mayo de 1972. Fue el último gran álbum de los Rolling Stones, el final del gran período iniciado con Beggar’s Banquet en 1968, “los cimientos en donde todavía descansa su carrera”, como escribe el biógrafo Stephen Davies en Old Gods Almost Dead. El mejor disco de los Rolling Stones, para muchos; ciertamente el gran testamento de una era, la puerta de entrada, hermosa y desenfrenada, a los terribles años ’70.
Los Rolling Stones nunca volvieron a sacar un disco que estuviera a la altura de Exile on Main St. O cerca siquiera. Fue, también para ellos, el inexorable final de la magia negra.
Los Stones en la pantalla de la TV
04/06/10 - 11:55
I.Sat emitirá mañana el documental presentado este año en Cannes sobre la grabación del mítico disco “Exile on Main St.”.
"Stones in Exile", el [b]documental[/b] sobre los Rolling Stones en el proceso de creación de uno de sus mejores discos, "Exile on Main St.", llegará a la televisión argentina, apenas u[b]n par de meses después de su presentación en el Festival de Cannes[/b].
El documental dirigido por Stephen Kijak será emitido por I.Sat mañana a las 22, con una primera repetición el domingo a las 12. Más tarde llegará seguramente una larga rotación.
El trabajo, que llevó a Cannes a Mick Jagger este año, retrata la grabación del mítico disco en 1969, aunque recién vería la luz un par de años más tarde.
Producido por la BBC, el documental incluye fotos e imágenes de archivo, entrevistas a los integrantes de la banda y las declaraciones de una selección de músicos y personalidades como Don Was, Will.I.Am (de Black Eyed Peas), Jack White (de The White Stripes) y Martin Scorsese.
Los Stones en la pantalla de la TV
El aplauso de una sola mano
Por Juan Forn
Decir Wittgenstein hoy remite en forma automática al inclasificable Ludwig, el único de los filósofos del siglo veinte que subordinó su pensamiento a su ética (a tal punto de que en su juventud renunció a una herencia equivalente a trescientos millones de dólares de hoy, además de abandonar cinco veces en su vida la filosofía para ser, sucesivamente, soldado raso en la Primera Guerra, maestro rural en Austria, jardinero de un monasterio en Suiza, enfermero en Londres durante la Segunda Guerra y, por fin, solitario habitante de una precaria cabaña en los confines de Irlanda). Ludwig W revolucionó dos veces la filosofía: primero de jovencito, con un libro de setenta páginas (el Tractatus Logico-Philosophicus) y treinta años después con sus abrumadoras Investigaciones filosóficas, publicadas póstumamente y hasta el día de hoy no entendidas del todo por nadie. Razón por la cual me permito sospechar, se ha escrito tanto sobre su vida (ningún otro filósofo de nuestra época ha despertado tal afán biográfico: ni siquiera Heidegger, con sus amores por el nazismo y Hannah Arendt). Es tanto lo que se ha dicho sobre Ludwig W que yo prefiero hablarles de su hermano Paul.
Paul Wittgenstein inició su carrera como concertista de piano en 1914 (su despótico y millonario padre había muerto el año anterior, permitiéndole ser artífice de su propio destino, cosa que no pudieron hacer los tres hermanos mayores, que terminaron suicidándose antes de cumplir los treinta años, los tres). Convocado a filas por el inicio de la Primera Guerra, Paul recibió una descarga de metralla en el brazo derecho en su tercer día en el frente y cayó prisionero de los rusos, quienes además de amputarle el brazo en un hospital de campaña lo enviaron al mismo campo en Siberia donde Dostoievski ambientó su Casa de los Muertos. A pesar de las penurias, cuando fue liberado y volvió a Viena, Paul se encerró en la mansión familiar (en cuyos salones había siete pianos de cola), tomando como ejemplo al gran organista ciego Josef Labor y al conde Géza Zichy, un pianista manco húngaro que escribió un libro de consejos para aprender a vestirse y a abrir ostras con una sola mano, entre otras cosas. Paul pasó meses enteros dedicando siete horas diarias al estudio hasta que logró tocar con una sola mano lo que para muchos pianistas de dos manos era imposible. “Mi pulgar izquierdo hace el trabajo de la mano que me falta”, se limitaba a decir. El problema era otro: la falta de repertorio.
Su fortuna personal le permitió resolverlo. A diferencia de su hermano Ludwig, Paul había aceptado gustoso sus trescientos millones de herencia y se dedicó a dilapidarlos alegremente pagando sumas estrambóticas para que músicos de la talla de Ravel, Prokofiev, Britten, Hindemith o Richard Strauss le compusieran especialmente obras para una sola mano. Los compositores comprendían pronto por qué recibían ese pago: Paul hacía los cambios que se le antojaban en la partitura cuando sentía que la orquesta opacaba su performance. Y, como el pago incluía los derechos exclusivos de ejecución, si no le gustaba la pieza la archivaba sin contemplaciones. Fue lo que ocurrió con el concierto que le escribió Hindemith en 1923 (descubierto en un desván de Long Island ochenta años más tarde y estrenado por Leon Fleisher en Berlín en 2004) y con el que encargó a Prokofiev (el pianista Siegfried Rapp, que había perdido el brazo derecho en la Segunda Guerra, logró en 1956 que la viuda de Prokofiev le consiguiera una copia de la partitura y tocó el concierto en público, para furia de Paul, que le hizo juicio y se lo ganó). A Strauss le devolvió una pieza argumentando que no era suficientemente brillante (éste debió entregar una segunda obra, la endiablada Panathenaenzug, para conformarlo). A Ravel lo hizo viajar a Viena y le pidió explícitamente una pieza que al público le sonara “tan completa y cristalina como una obra compuesta para dos manos”. El hoy clásico Concierto para la mano izquierda se estrenó en la Sala Pleyel de París en 1933, con Paul al piano y Ravel al frente de la orquesta. Todas las críticas mencionan que Ravel parecía mucho más nervioso que Paul cuando saludaron antes de tocar.
Era difícil decir si las audiencias que aplaudían a Paul premiaban a un gran concertista o a un asombroso minusválido. Los miembros de su familia, cuyos gustos musicales eran más exigentes que los del público medio, nunca fueron especialmente enfáticos. Una de las hermanas mujeres, Hermine escribió: “Oírlo tocar es una tortura que me deja sumida en la más oprimente tristeza”. Pero el criterio de Hermine no es del todo confiable, teniendo en cuenta que tanto ella como su hermana Gretl simpatizaron con Hitler desde un principio (los nazis les dieron estatus de semi-arias a cambio de todos los activos de la familia en los territorios del Reich; en el libro The House of Wittgenstein, Alexander Waugh calcula que esa “donación” ascendía a seis mil millones de dólares y financió la industria armamentista nazi los primeros tres años de guerra).
Las performances de Paul empeoraron con el paso de los años hasta que dejó de presentarse en vivo. Las únicas grabaciones que dejó son, según unánime opinión, de muy escaso valor. Aunque en su exilio norteamericano nunca logró que le permitieran enseñar en el Conservatorio, tuvo hasta su muerte alumnos particulares, muchos de ellos becados, y minusválidos como él. Su esposa Hilde, que era medio ciega, había sido alumna suya en Viena. Paul tuvo tres hijos con ella (el primero concebido la misma tarde en que Hilde tomó su primera lección, cuando ella tenía dieciocho años y Paul cuarenta y siete). Como Hilde no era judía, Paul había sido acusado de “degeneración racial” y tuvo que dejar Austria de apuro en 1938. Su mujer y sus hijos lo siguieron año y medio después. Allí los instaló en una casa en Long Island y los visitaba durante los fines de semana (ellos sólo podían ir a su departamento de Manhattan si avisaban con anticipación y no podían quedarse a dormir).
Cuando Paul llegó casi con lo puesto a Nueva York y sin su valet de toda la vida, dejó toda la ropa sucia tirada junto a la puerta de su habitación de hotel. Cuando ésta desapareció, debió quedarse dos días sin salir, tapado con una manta, haciendo las entrevistas para contratar un ayuda de cámara. Uno de los aspirantes se ofreció a bajar a Bergdorf-Goodman y traerle ropa si Paul le decía su talle. El confesó que desconocía tal información: nunca en su vida había comprado ropa en un negocio. Todo su guardarropa, incluso sus zapatos, eran hechos a medida.
Cuando Ludwig y Paul eran jóvenes y vivían en la mansión de la familia en Viena, Paul interrumpió un día sus ejercicios de piano para golpear la pared que daba a la habitación vecina, donde Ludwig escribía en silencio. “¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo colándose por debajo de la puerta!”, le gritó. Ludwig no contestó. Estaba demasiado concentrado en su Tractatus Logico-Philosophicus, del cual hizo una sola declaración en toda su vida: “Es un libro que consta de dos partes: la aquí presentada y lo que no escribí. Justamente esa segunda parte es la más importante”. Cada vez que leo esa frase pienso en el famoso koan zen (“Conocemos el sonido que hacen dos manos al aplaudir. Pero ¿cuál es el sonido del aplauso de una sola mano?”) y me pregunto cuál de los dos hermanos Wittgenstein logró acercarse más a la respuesta.
Página/12 :: Contratapa :: El aplauso de una sola mano
De la Sección “Vale Decir”, del mejor Suplemento dominical, Radar
El hijo, el hijo y el hijo
A fines de los años ’50, el psicólogo norteamericano Milton Rokeach tuvo un plan. Tomó a tres de sus pacientes, cada uno de ellos creyéndose Jesús, y los hizo vivir juntos durante dos años en el asilo Ypsilanti para ver si cambiaban su forma de pensar.
El psicólogo estaba intrigado por algunas historias de agentes del servicio secreto que experimentaban una pérdida de contacto con su identidad original. Rokeach se preguntaba si el sentido de identidad podía ser revisado en un entorno experimental. Encontró su respuesta en la Biblia: como las escrituras dicen que hay un solo hijo de Dios, Rokeach decidió confrontar a los tres mesías y documentar la historia en su libro de 1964, ahora agotado: Los tres Cristos de Ypsilanti.
Los delirios de Jesús no son comunes pero sí tienen una larga historia: cuenta Voltaire que, en el año 1663, un tal Simon Morin fue quemado en la hoguera por insistir en que era Jesús (¿y si era verdad?). El excéntrico psicólogo norteamericano Milton Erickson tuvo también la idea de juntar a dos Cristos, y uno de ellos se curó. “Estoy diciendo lo mismo que dice este loco –dijo el recuperado–. Eso significa que yo también debo estar loco.”
Rokeach no tuvo el mismo éxito: sus tres Cristos –Leon, Joseph y Clyde– empezaron mal y siguieron peor. Tuvieron intensos debates que se volvieron discusiones y en algunos casos llegaron a los golpes; no siempre se puede ofrecer la otra mejilla.
Vaughan Bell, un neuropsicólogo de la Universidad de Antioquia, en Colombia, cuenta la historia en el sitio web Slate. Su opinión es que el libro de Rokeach no habla acerca de un experimento serio, sino del plan absurdo de un psicólogo cuya pasión le ganó al sentido común. En una reedición de 1984, Rokeach escribió: “No tenía derecho, ni siquiera en nombre de la ciencia, a jugar a ser Dios e interferir en las vidas de estos hombres”.
El libro Los tres Cristos de Ypsilanti, entonces, cuenta la historia de cuatro locos en un asilo: tres locos que se creían Jesús y un loco que se creía, al mismo tiempo, psicólogo y Dios, pero no necesariamente en ese orden.