Según la Fe Católica, Jesus dijo aquello de que nadie es profeta en su tierra, cuando los Nazarenos no creyeron que Él fuese el Cristo anunciado en la profecía de Isaías. El Messías -con doble ese- que juega en el Barcelona, está teniendo un problema muy similar: los argentinos no terminan de adoptar su genialidad de manera unánime. Usted podrá decir que la unanimidad no es algo que se dé con facilidad y que hasta los más grandes valores de la humanidad han sido cuestionados en sus respectivos momentos. Muy cierto. Como también lo es que los argentinos gozamos degradando los méritos ajenos, práctica que es íntima de nuestras costumbres más representativas.
Aparentemente, nos fascina la tarea de formar dicotomías alrededor de nuestros futbolistas, sometiéndolos a nuestra prejuciosa óptica y dictaminando livianamente si son o no lo suficientemente buenos en relación a lo que se dice de ellos. Por supuesto, no dejamos que los aspectos deportivos se interpongan en nuestra convicción. Sea cual fuere el mérito alcanzado por el jugador, seremos capaces de encontrar una arista de su personalidad que nos servirá para decantarnos definitivamente hacia la posición de detractor o defensor. En el proceso de búsqueda consciente de un defecto, lo habremos arrastrado hacia una especie de purgatorio de nuestra identidad nacional y en ese espacio lo mantendremos cautivo, mientras dure una discusión eterna madre, que a su vez parirá miles de discusiones hijas, todas ellas mal argumentadas, pero eso sí, a los gritos. Nos encargamos de dejar morir a las discusiones hijas, pero jamás a la mamá. La seguimos alimentando en cuanto nos encontramos con alguien que demuestra una opinión que plantea una alternativa o siembra alguna duda a nuestra propia idea. Somos sabuezos para oler las medias tintas y luchamos por atropellarlas hacia nuestro lado, nos convertimos en una suerte de testigos de Jehová de la polarización por disimilitud. En realidad, nuestro paraíso está repleto de aliados y opositores ya que hasta somos capaces de hacer negocio a partir de ello, perdón, política.
Ya instalados en el enésimo debate demencial, dominados por una iconodependencia enfermiza y sazonado con antagonías irreconciliables en las que se mezclan infinidad de conceptos que seguramente no vendrán al caso, disfrutaremos destrozando la más mínima posibilidad de que se establezca un ambiente plural. Hemos escuchado muchas veces que nacimos para jugar al fútbol, pero no es así, nacimos para la división. No interesa si el sujeto, pensemos en Lionel Messi, representa la perfección, se acerca mucho a ella o nunca la alcanzará, la voz del pueblo argentino -construcción tan vilipendiada por líderes y liderados- cantará lo que se ha aparecido a los ojos de la clásica histería criolla: un punto negro en el expediente. Messi es o deja de ser “algo” que va a invalidar la posibilidad de otorgarle la razón a quien se sitúa del lado opuesto de la mesa de debate.
El tiempo, ese pequeño e insignificante factor al que el argentino presta nula atención y al que inconscientemente le teme, por ser aquel que dispone algún cambio que quizás le obligue a conceder una equivocación o reformular un criterio, se encargará de decir cuál es el verdadero lugar que Messi tiene reservado en la historia del fútbol, una vez decida retirarse. Entretanto, así como se valió de sus prejuicios ególatras para descalificarlo o endiosarlo, el argentino hará gala de su mejor desvergüenza y mudará de piel en cuanto las circunstancias le sean lo más favorables y lo más igualadoras posibles para él ante el resto. No estamos hablando de cambiar de opinión por aprender y rectificar sino porque los resultados así lo obligan para no quedar en evidencia. Normalmente, los momento idóneos se dan cuando los resultados ratifican las grandes gestas de la selección. Lamentablemente para Messi, el tiempo no está siendo gentil en la repartija de este tipo de hitos para estas latitudes, y eso ha dado pié para que ciertos elementos que también conforman “el pueblo argentino” hayan decidido que su crecimiento en suelo catalán es causa de una flagrante falta de compromiso con los colores patrios, entre otras barbaridades de las que el típico chauvisnista blandengue se suele asir en su afán por no reconocer su valía, o la del adversario. La representación y la defensa del patrimonio nacional es un aspecto que historicamente ha sido medido con rigurosidad dudosa en ciertos representantes de gobiernos democráticos (y de facto) y ha condenado al cadalso a algunos futbolistas. Sorprende entonces al que no sepa cómo se las gasta un argentino, ver la liviandad con que se aplica la etiqueta “vendepatria” a un profesional cuyo único pecado ha sido no satisfacer unas desmedidas expectativas de gloria popular.
En este momento, Messi está en la cima. Y todos podríamos presumir de ello con cierta soltura y mesura, pero ese es un placer que nos es imposible de manejar mientras esté con vida. Tampoco es que estemos obligados a hacerlo pero sí a dejar en libertad para que quien quiera hacerlo, lo haga. Nuestra iconodependencia se encargará de borrar de un plumazo cualquier defecto que nosotros mismos le hayamos señalado y elevarlo al status de prócer intocable una vez esté muerto y bien enterrado. Los veteranos pueden decir que esto ha sucedido siempre, y será verdad. Lo cual no significa que sea un atenuante que permita sobreseer al idiota que escribe “Messi putito” en una pared, ni mucho menos, al huérfano de noción acerca de lo que significa ser una Nación, que ve en los deportistas a la imagen de un país proyectada en el mundo y a los deudores de un agradececimiento por no nacer en Corea. Nuestro exitismo es causal, somos los más primitivos exponentes de intolerancia al aprendizaje y de la falta absoluta de respeto por aquellos que son distintos, sea por ganar millones, por ser consecuentes con ciertas elecciones de vida o por plantarse con un pensamiento o ideología diferente a lo que entendemos como “bueno”.
Lionel Messi todavía está aprendiendo a ser un jugador de fútbol, habiendo cerrado una fase importante, pero primaria: deja de ser un jóven en formación y empieza a toparse con la madurez, a sus próximos 24 años. Los records, los títulos y los titulares forman parte de la foto del hoy, que está matizada con mil y una condiciones en las que intervienen muchas voluntades, no sólo la suya. Que la velocidad de su progresión no complique la visión. Está consagrado, pero aún no alcanzó el techo y sigue teniendo a su alcance la bendita oportunidad de mejorar. Deseo de todo corazón que el argentino no se interponga en su evolución, que no lo agote, que lo deje ser Maradona o algo mejor, sin someterlo a la presión que origina la pendenciaría de los bandos que buscan tener razón, sólo para poder demostrar que la tienen. Porque en definitiva, ese parece ser el único objetivo de vida del argentino.