Hay una generación que nació en el amanecer de los 90. Una generación que apenas comprendía que ese derroche de vueltas alrededor de un campo de juego, comandada por veintipico de jugadores con una banda roja y seguidas por montones de hinchas, implicaban un título y otro y otro más.
Hay una generación que se esforzaba por entender el motivo del llanto del viejo por la despedida de un completo desconocido; un uruguayo, un tal Francescoli. Una generación que retenía un par de apellidos rutilantes: Crespo, Ortega, pero se resistía a asimilar esa locura como algo normal.
Hay una generación que cuando empezaba a involucrarse y a disfrutar de un equipo arrollador, allá por 2002, le arrebataron al tipo que siempre veía de saco en las fotos de “River Campeón de América”, “River Campeón”, “River Tricampeón”. Y que creyó, ingenuamente, que por algo era. Nadie echa a uno infalible sin tener una alternativa de la misma calaña. Además, sobrevolaba la idea de que con esos jugadores salía campeón cualquiera. 9-10 años; inocencia pura.
Hay una generación que iba al colegio con la cabeza gacha, que se respaldaba en una historia reciente de la que apenas guardaba imágenes fugaces, para responder a las cargadas del rival de toda la vida. Justo el peor momento de nuestra historia coincidía con el mejor del ellos. Ellos ganaban Libertadores cuando nosotros soportábamos eliminaciones insólitas. Nosotros flaqueábamos en los partidos clave, cuando ellos casi siempre se los llevaban. Para colmo, el Monumental se había transformado en una oportunidad única de marcar un hito para cualquier equipo modestísimo.
Hay una generación que volvió a respirar con aquel título en el 2008 medio de casualidad y se ilusionó con volver a un River ganador de ahí en más. Ilusa ilusión que se derrumbó seis meses después con el ya conocido último puesto.
Hay una generación que ya de grande, después de haberse bancado todas, sufrió la catástrofe futbolística más grande. Y ya casi no tenía fuerzas para refrendar la gloria pasada. Si sólo había vivido la mala…
Hay una generación a la que se le aceleraron las pulsaciones cuando, ya en Primera, vio al más ganador de vuelta con el saco y la sonrisa cómplice, pero que también llegó a desconfiar de él cuando los resultados eran adversos. Habían pasado tantos años que quizás hasta el mismo Ramón había perdido esa magia.
Hay una generación, de la que soy parte, que no sólo merecía más que nadie, sino que necesitaba el campeonato. Y necesita que River se parezca al que siempre fue.