Si, pero llegas a Roma y decis… “Ahora entiendo…”
El quilombo de trafico, siempre hay algun gremio en huelga, estacionan con 2 ruedas arriba de la vereda, gritan…
Pero es lindo Roma… y ni que hablar de Firenze…
Si, pero llegas a Roma y decis… “Ahora entiendo…”
El quilombo de trafico, siempre hay algun gremio en huelga, estacionan con 2 ruedas arriba de la vereda, gritan…
Pero es lindo Roma… y ni que hablar de Firenze…
S
[/QUOTE]
antes que te llene la pantalla de puteadas , contestame esto :
Es la pelicula que mas te gusto del chabon ?
O es una pelicula que te gusto ?
…
va con onda
[/QUOTE]
Ahora que lo decis, La Comunidad es la que mas me gusta. Pero el Dia… me gusto y mucho, tanto como Muertos de Risa.
Si queres, la peor es Perdita Durango. Y 800 balas es muy buena.
este boludo no sabe nada , Dios es el barba , el flaco es el jesu’ .
Despues todo lo demas , exelente
[/QUOTE]
Si, si, exCelente, pero se le nota un dejo de envidia al que escribio esto.
Por algo somo’ el crisol de razas.
Esto lo escribio un argentino que vive en España:
España: decí alpiste
Empezamos de a poco y en silencio a corroerte, España. Primero llegaron ellas, nuestras indestructibles Hormigas Negras, macizas, hijas de puta, y te alteraron el ecosistema peninsular. Después te mandamos a King África, para reventarte directamente el cerebro. Y entonces, calladitos la boca, llegamos nosotros, los argentinos. Nos colamos en tus bares, en tus calles, y les dijimos a tus carniceros cómo se corta la carne. El tiempo siempre estuvo de nuestro lado, España: era cuestión de esperar a que vos cambiaras, no nosotros. La especie más fuerte es la que sobrevive. Siempre.
Al principio, como si te hubieran puesto delante de la puerta un inofensivo caballo de Troya, no olfateaste el peligro que representábamos para tu cultura ancestral. Somos una plaga simpaticona, eso es cierto; a primera vista no te dimos problemas, como los marroquíes; ni asaltamos tus coches en la carretera, como los peruanos; ni asesinamos a tu esposa e hijos, como los inmigrantes del Este. Al principio te sentiste segura con nosotros, España; bajaste los brazos. Y ahí fue donde nos hicimos fuertes.
Paulatinamente empezaste a sentir cierto temor. No solamente nos quedábamos con tus mujeres, también comenzamos a quedarnos con los empleos cualificados de tus hijos y cuñados. Por tus calles, antaño, circulaba el viejo chiste: “el mejor negocio, comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree valer”. Ahora por tus calles circula otro chascarrillo, más punzante, que no te hace tanta gracia: “No le des empleo a un argentino, porque en seis meses será tu jefe”.
Ay, España, España… Hay que estar más atenta, m’hija. ¿No notaste que tus hijos, al ver a una mujer guapa, empezaban a decir “pibón”? ¿No relacionaste que esa palabra viene del lunfardo “piba”? ¿No oíste a tu juventud empezar a decir “guita” en lugar de “pelas”? Así empiezan las colonizaciones: desde los arrabales. Me extraña España, que siendo mosca no nos conozcas.
Después te mandamos a Darín envuelto para regalo, y tus mujeres empezaron a acartonar la medibacha. Cada verano, puntualmente, les damos a tus hijos una dosis de Daniela Cardone, para que se hagan la paja con carne argentina.
Nuestros triunfos han sido imperceptibles a tus ojos. Pero nosotros los festejábamos saltando de alegría en los sofás y tirando papelitos. Sabemos cuándo una publicidad de tu tele se hizo en Buenos Aires, sabemos cuándo un guionista es argentino. Hace un mes, cuando tu televisión comenzó a pasar —sin siquiera doblarlo— el spot de mayonesa Calvé, supimos que habías perdido otra batalla.
La guerra ha sido lenta, y vos también presentabas pelea: no nos dabas los alimentos básicos, España. Esa fue siempre tu estrategia. Sabés muy bien que no podemos vivir a arroz y pescado, que nos moriríamos si sólo probáramos el cocido, el pan con tomate, y los pinchos. Y vos nos dabas eso para comer. Nos dolía; sangrábamos en silencio.
No hay una puta cosa en tus panaderías que tenga dulce de leche. No sos amiga de lo dulce, España. Al hojaldre lo rellenás de atún. Al bizcochuelo de chocolate le metés… ¡chocolate líquido! Tu escasez peninsular de dulce de leche casi nos hace desistir e irnos, casi nos hace claudicar. Lo confesamos.
Pero somos como las hormigas negras; somos feroces y creativos. Entonces descubrimos que si comprábamos leche condensada y la hervíamos (con lata y todo) durante cuatro horas, teníamos un sustituto que nos daba fuerza. No era Chimbote, pero podíamos seguir respirando. Y así tuvimos, durante un tiempo, dulce de leche para seguir corroyéndote las entrañas, España.
Creció entonces la venta de leche condensada en toda la península ibérica. Un doscientos treinta por ciento. La empresa “La Lechera” volvió a tener ganancias netas después de catorce años. Pero para nosotros la lucha continuaba sin cuartel. El dulce de leche es nuestra gasolina, y no podíamos esperar cuatro horas para zamparnos una cucharada y seguir peleando por lo nuestro. Eran muchas horas, y además las ollas se nos oxidaban.
Estuvimos a punto de irnos, España. En serio. Estuvimos a ésto de dejarte en paz con tus paellas y tus corridas de toros. Hace un año nos juntamos todos en la clandestinidad: las hormigas negras, Daniela Cardone, Calamaro, todos nosotros. Votamos. Y por una pequeña mayoría decidimos aguantar un poco más.
Por eso ahora estamos felices. Porque ayer, España, caíste por fin rendida. Ayer la raza más fuerte se puso en pie, en toda su fantástica altura. Te puede el capitalismo, España, te puede el dinero. La empresa “La Lechera”, al ver que el consumo de leche condensada había crecido gracias a nosotros, sacó por fin esto al mercado:
Dulce de leche español. Con un envase demasiado concheto , un práctico tapón anti-goteo y un cartelón que reza “¡Nuevo!” en el envase. Y además es rico.
¡Ay, España, ahora empezá a correr! No sólo nos das combustible ilimitado para acabar con tus ruinas, sino que además lo envasás con pico antigoteo. Ahora sí que no nos vamos más. Vamos a cogernos a tus mujeres con doble ímpetu y ellas parirán hijos españoles que tomarán mate día y noche. Sí, sí, España, oíste bien: todos tus nuevos hijos tendrán apellidos que terminen con “i”.
Ahora no, porque ahora ni siquiera te diste cuenta de que has perdido la batalla final. Ahora no, España. Pero dentro de muchos años, cuando desde Cataluña a Andalucía, desde Cantabria hasta Melilla, todo el mundo diga remera en vez de camiseta, cuando el presidente de la Real Academia se cambie el apellido por vergüenza, ese día, España, mirarás para atrás y descubrirás que la debacle de tu pueblo comenzó la mañana de verano que se puso a la venta el dulce de leche “La Lechera”. Y ese día fue ayer, 28 de julio de 2005.
Feliz día de la independencia, España. Perdiste.
Ayer Siete de Marzo de 2007 murio Steve Grant Rogers, AKA as Capitan America, el sentinel de la Libertad.
Saludos
ajja…como se llama el presidente de la real academia española??
No te lo imaginas?
Víctor García de la Concha
buenos los dos articulos, el primero del español es practicamente verdad en todo sentido, pero el segundo es excelente
, muy bueno, lo del dulce de leche…
Che, que quilombo hay en el foro… que paso??
Aca hay otro texto del mismo pibe:
Un asadito, por el amor de dios
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa ‘colita de cuadril’ cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
“Será por orgullo o desgano”, pensaba yo al principio de mi estancia, “será por modorra o desidia, o quizás por costumbre cultural arraigada”. ¡No señor! Ya hace años que vivo aquí y ahora no soy tan ingenuo como entonces. Se trata de una nueva conspiración para que los argentinos no podamos alimentarnos y debamos regresar, y dejemos de seducir a sus mujeres, y dejemos de quedarnos con sus empleos ejecutivos, y ya no consigamos simpáticos papeles secundarios en sus series de televisión.
¡Porque en otras cosas sí que van a la vanguardia! En España te imprimen los euros en braile para que al cieguito no lo estafen con el vuelto, te subtitulan el noticiero de la tele para que el sordo se informe, te construyen una mezquita si hay más de treintidos moros a la redonda, etcétera etcétera etcétera; pero vos vas con tu familia a un camping y no hay una mísera parrilla de cemento por ningún lado. ¿No es también eso discriminación? ¿No es acaso racismo solapado impedirle al argentino el disfrute de un asadito en territorio español?
Si al árabe le traban la construcción de un templo ya están todos los zurditos mandando cartas a los diarios; si al ecuatoriano le impiden regentar un locutorio, ya salen los defensores de los derechos del inmigrante en manifestación, si un minusválido se topa con una esquina sin rampa, vienen todos los canales de la tele a armar escándalo… ¿Y las parrillas? ¿A dónde están las parrillas comunales? ¿Alguien las vio, algún progre se ha rasgado las vestiduras ante esta ausencia xenófoba en los espacios públicos al aire libre?
El otro día estuve sacando la cuenta, y descubrí que en España hay muchos más argentinos que paralíticos: nosotros somos medio millón, y ellos cuatrocientos mil (los rengos de una pata no cuentan, como así tampoco los uruguayos, para equilibrar). Y yo, la verdad, rampas de discapacitados veo por todas partes, ascensores con manubrio los hay en multitud de cines y teatros, taxis especiales con sistema hidráulico en cualquier esquina, pero platos de madera, pan galleta, parrillas de hormigón, ají molido para el chimichurri y vino en damajuana no vi nunca en la puta vida.
Y no solamente nos obstaculizan la logística necesaria para llevar a cabo un asadito, sino que además nos corrompen la materia prima: la manipulan, nominal y físicamente. Con el objetivo rastrero de enloquecernos, de hambrearnos hasta que claudiquemos, han bautizado ‘chuletón’ a la costeleta, le dicen ‘churrasco’ al bife de chorizo, nombran ‘solomillo’ al lomo, y además pretenden que a las achuras, uno de los mejores inventos de dios nuestro señor, les digamos ‘menudencias’, igual que a la porquería que viene adentro del pollo en bolsa de plástico.
Tras cartón, no existe sinónimo alguno para ‘chinchulines’; ninguna palabra, ningún sonido, ni siquiera una onomatopeya para nombrar esta delicia. Decís ‘chinchulín’ en territorio español y nadie sabe de qué estás hablando, o incluso te confunden con un chino y te mandan a trabajar a un sótano. Quién sabe cómo cagarán las vacas en este país, si tendrán una sonda de goma o algo, pero a los chinchulines nadie los conoce. Hay una grieta legal en el intestino delgado del vacuno, señor presidente de la Real Academia; hay una cosa blandita adentro de los cuadrúpedos que según usted no tiene derecho a identidad.
De todos modos, el argot ambiguo que utilizan es la menos preocupante de nuestras desgracias. Lo realmente peligroso es que los españoles han organizado un plan secreto, milimétrico y canalla, para que no logremos juntarnos en paz a comer un asadito, que es nuestra forma de sociabilizar, de reponer energía dominguera para sobrevellar la semana, de no perder la argentinidad y seguir firmes en la re-educación moral de este pueblo.
¿Así que vosotros no podéis vivir sin vuestra famosa carne asada?, habrá pensado, un buen día, el Ministro del Interior, ¡y zácate!: le cambió el nombre a todos los cortes de res, nos impuso una dieta de carne dura y nerviosa, quitó todas las parrillas de los campings y pretendió conformarnos con un símil al que llaman ‘barbacoa’, que es un artefacto enclenque, de veinte centímetros de diámetro, que calcina la carne en diez minutos. La barbacoa se parece, mirada con buena voluntad, a la parrilla portátil de un enanito apurado.
—¿Y si construís una de cemento en el balconcito que da a la calle?
¡Jamás!: los vecinos llaman a la policía por hacer fuego en zona común y el ayuntamiento te ponen una multa de 148 euros la primera vez, y prisión preventiva si reincidís poniendo una chapa para despistar. Lo tienen todo calculado.
Es por estas razones que, cuando volvemos unos días al terruño, cuando una vez cada tanto regresamos a la Argentina, lloramos a moco tendido si un amigo nos pone un pedazo de vacío crujiente en el plato de madera, y seguimos llorando cuando presentimos las mollejas asarse parsimoniosas, y no paramos de llorar hasta que promedia el truco de seis o la ronda de mate.
No es nostalgia, ni es melancolía, ni es amor a las costumbres: es que tenemos el llanto atragantado desde que nos fuimos a España, es la bronca de este racismo invisible, de las noches y noches en que nos hemos despertado soñando con un asado que no era… Pero no vamos a llorar en cancha de ellos, no vamos a darles el gusto de que nos vean flaquear.
Lo tenemos complicado, es cierto. Esta conspiración cárnica es diez veces más compleja que la que nos impusieron durante la década trágica del dulce de leche y que estuvo a punto de expulsarnos en masa; esta nueva lucha por quitarnos el placer del asadito es un frente abierto, estratégico, y no tenemos las de ganar.
Y es claro: para nosotros el vacuno es un animal irrepetible, único, dador de infinitos manjares tiernos; mientras que para ellos la vaca es solamente la mujer del toro. Y viendo lo que le hacen al marido, tampoco se puede esperar que a la esposa la traten con cariño.
Qué bárbaros los relatos…El gallego habla con una gran carga de envidia…El argentino un capo…
vos te acostas muy temprano
pd. me mato la parte que nombra a los uruguayos :lol: :lol:
vos te acostas muy temprano
pd. me mato la parte que nombra a los uruguayos :lol: :lol
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en realidad me acoste a las 23.35, despues de ver el partido y pensar “para que me hago mala sangre”
vos te acostas muy temprano
pd. me mato la parte que nombra a los uruguayos :lol: :lol
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en realidad me acoste a las 23.35, despues de ver el partido y pensar [b]“para que me hago mala sangre”[/b
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cuando termino el partido dije exactamente la misma frase
vos te acostas muy temprano
pd. me mato la parte que nombra a los uruguayos :lol: :lol
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en realidad me acoste a las 23.35, despues de ver el partido y pensar [b]“para que me hago mala sangre”[/b
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cuando termino el partido dije exactamente la misma fras
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Yo dije algo parecido tambien…pero la verdad ni me hago mala sangre, tengo problemas mas importantes que solucionar que calentarme por unos hijos de putas, con s porque no a todos los parió la misma madre, que les chupan un huevo lo que yo sienta…
:lol: :lol: muy buena la parte del calculo que hay mas argentinos que discapactados, que hijo de puta…
De donde lo sacas Ricky?? Es un blog o algo asi??
La ultima de la trilogia:
Disculpe, ¿me dice dónde hay un quiosco?
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.
Por ese motivo, y no por otro, en España no hay argentinos pobres. Quiero decir, no hay argentinos pidiendo monedas por las calles de Madrid, ni latinkings rosarinos en Barcelona, ni mafias porteñas, ni familias mendocinas que mandan a sus hijos a robar teléfonos, ni mendigos bandoneonistas, ni prostitutas de veinte euros que se llamen Carolina o Daniela. Hay pobres de casi todas las razas y colores, pero no argentinos. La razón es sencilla: los pobres de Argentina no emigran, mueren quiosqueros en sus propias casas, mueren alimentándose con golosinas caducadas y sin conocer el mundo.
En otros países se usa más el suicidio, el exilio, el alcoholismo o la degradación personal. Los argentinos tenemos un sistema un poco más extraño de asimilar el fracaso. Abrimos la ventana que da a la calle (en general la habitación del abuelo muerto), ocultamos la cama y la mesa de luz, llenamos el ropero de galletitas, alfajores y cigarrillos Jockey Club, y nos jugamos la última ficha a la mínima expresión del microemprendimiento: el quiosco propio.
Es una jugada extraña, porque lo que menos hace falta en Argentina son quioscos (hay uno cada ventisiete metros). Pero sin embargo siempre alguien supone que poniendo otro más no pasará nada malo. Algunos pocos están bien provistos, pero la mayoría son quioscos tan escasos como la creatividad de sus dueños, y solamente te ofrecen veinte o treinta cosas inútiles (en un buen quiosco debe haber, como mínimo, más de doscientas cosas inútiles). Y entonces ocurre que la frase que más utiliza un quiosquero novato es “de eso no tengo, pero me están por traer”.
Más de la mitad de los argentinos ha sido dueño alguna vez de un quiosco. Y el 98% de la población tiene un amigo que trabajó en uno. El quiosco forma parte de la vida diaria de los argentinos, mucho más de lo que nosotros mismos imaginamos mientras vivimos allí. Solamente nos damos cuenta de la importancia de los quioscos el día que emigramos y desaparecen de nuestra vista.
A España sólo se muda la clase media argentina: el joven profesional, el futbolista incipiente, el cantante malo pero honrado, el psicólogo mentiroso, el publicista sensible y también su novia, la modelo descerebrada. Pero el argentino pobre se queda en casa. Y la verdad es que esta tendencia nos está matando. A nosotros, digo: a los argentinos de clase media que vivimos en España, la ausencia de quioscos nos está dejando un vacío en el alma y otro, de dimensiones similares, en el estómago.
Como es por todos sabido, los argentinos no entramos a los quioscos por necesidad alimenticia, sino por angustia oral. Según un estudio, el ser humano que camina tranquilamente por la calle piensa en sexo cada ocho segundos. Los argentinos también, pero usamos los siete segundos restantes para fantasear con cosas rellenas de dulce de leche. Nuestro ritmo mental se comporta con esta cadencia:
—…teta, cabsha, fantoche, shot, cubanito, concha, jorgito, milka, tubbi tres, tubbi cuatro, culo, aero blanco, minitorta de águila, teta, cabsha, fantoche triple —y vuelta a empezar.
Cuando un argentino pisa España por primera vez y recorre los bulevares sin rumbo fijo, descubre a los quince minutos que algo va mal, muy mal en su paseo, pero no atina a descubrir qué es. Es como caminar por las calles de un mundo paralelo, casi idéntico, pero con siete errores. ¿Qué es lo que me pasa—se pregunta el argentino—, por qué me vienen estas ganas de llorar? Al rato, descolocado su aparato digestivo, el recién llegado descubre el fallo: ha andado más de veinte minutos por una avenida y no se ha topado con ningún quiosco.
Por lo general, la primera conversación entre un argentino recién llegado y un español es la siguiente:
—Disculpe, ¿me dice dónde hay un quiosco?
—¿De periódicos? —pregunta el español.
—No, no. De cigarros, biromes, chocolatines, hilo de coser, alfajores, tarjetas de teléfono, cinta scotch, libros, tornillos, hojas cánson, planisferios, revistas, pelotas de rugby, linternas, ginebra bols, desodorante, helados, alcohol fino, café, panchos con savora y desinfectante para matar sapos.
El español indica como puede:
—Vamos a ver —dice—. Los cigarros los encuentra en el estanco, el hilo en la tienda, los libros en los supermercados, el helado en la heladería, la comida rápida en un burger, los tornillos y la linterna en la ferretería, las hojas y el mapa en la papelería, la revista en el odontólogo, el alcohol en los bares, las pelotas de rugby en Francia, y lo demás no tengo ni pajolera idea porque no existe.
—¿Y los alfajores?
—De eso por aquí no hay.
—¿Y entonces qué comen ustedes cuando van por la calle?
—Generalmente cosas con atún o con chorizo.
—¿Y dónde compran eso?
—En la panadería.
El quiosco es una de las costumbres argentinas más difíciles de explicar a un español. Es posible que te escuche con atención y más tarde te diga “ya, ya, entiendo”, pero en realidad sigue en blanco. Sólo se hace una idea fugaz, pero no puede ir muy lejos con la idea. Su estructura moral no concibe que en un solo sitio se puedan conseguir todas las cosas del mundo, a cualquier hora del día o de la noche. El español medio no comprende el concepto de síntesis, ni la urgencia de tener un antojo a las tres de la mañana.
Hay otras muchas costumbres argentinas que el español no comprende: el peronismo, por ejemplo; la televisión por cable, la palabra “prolijo”, el relato radiofónico de fútbol en donde el locutor entienda de fútbol, la ironía publicitaria, la autocrítica, el cine subtitulado, etcétera. Son todas nebulosas difusas en el cerebro ibérico. Pero la ausencia del concepto ‘quiosco’ es, de todas sus taras, la más grave.
El día que el español conozca las ventajas de los quioscos es posible que se convierta en una raza entretenida. En vez de gastarse las monedas en las tragaperras y las horas muertas en los bares, comería más alfajores y descubriría que nadie puede ser dichoso en un país en el que al chocolate duro lo rellenan con chocolate blando.
Es hora de que los argentinos pobres de Argentina descubran que hay que instalar los quioscos aquí, en España, donde de verdad hacen muchísima falta, y no en el propio barrio, donde ya el nicho está saturado y en caída libre.
Somos miles y miles los argentinos que, en España, no sabemos qué hacer cuando caminamos por la calle. Vamos en ayunas a los trabajos, no tenemos envoltorios que tirar en la vereda, hace años que no nos robamos un encendedor del estante de abajo, lustros enteros sin leer el horóscopo del bazooka. Y lo que es peor: estamos a punto de olvidar el olor de la bananita dolca, que es peor que olvidar el rostro de nuestras madres.
Necesitamos de la pobreza de nuestros hermanos en desgracia, queremos volver a sentir el suave cosquilleo del sobreprecio de las cosas. Estamos dispuestos a consentir que nos den mal el cambio, queremos abrir nosotros mismos la heladerita de los conogoles y congelarnos los dedos. Queremos los bonobon derretidos del verano y los guaymallenes de fruta que nadie quiere. Queremos esos sánguches espantosos que vienen adentro de un plástico. ¡Queremos quioscos!
Argentinos pobres: hay un mercado enloquecido que está pidiendo a gritos un quiosquero en cada cuadra de España. Somos capaces de subalquilar nuestras propias ventanas que dan a la calle, y de pintar a mano para ustedes un cartel que diga ‘kiosko’, las dos veces con k, con tal de que se incorporen a nuestras vidas europeas y nos llenen las manos de sugus, aunque sean todos de menta. No nos importa que bauticen a sus quioscos con la primera sílaba del nombre de sus tres hijos menores. Es más, echamos de menos esos nombres espantosos.
¡Aquí! ¡Aquí, en la madre patria, es donde estamos ansiosos y vírgenes de quioscos! ¡No allá, que hay muchos, sino aquí! Necesitamos hombres tristes, esposas despeinadas, adolescentes drogados y abuelos paralíticos que, con cara de hastío y de muerte en vida, nos vendan un paquete de cerealitas a través de una ventana.
Los estamos esperando, hermanos pobres; con los brazos abiertos, la sonrisa en la boca y los puños llenos de monedas de cinco, de diez y de veinticinco.
La ultima de la trilogia:
Disculpe, ¿me dice dónde hay un quiosco?
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.
Por ese motivo, y no por otro, en España no hay argentinos pobres. Quiero decir, no hay argentinos pidiendo monedas por las calles de Madrid, ni latinkings rosarinos en Barcelona, ni mafias porteñas, ni familias mendocinas que mandan a sus hijos a robar teléfonos, ni mendigos bandoneonistas, ni prostitutas de veinte euros que se llamen Carolina o Daniela. Hay pobres de casi todas las razas y colores, pero no argentinos. La razón es sencilla: los pobres de Argentina no emigran, mueren quiosqueros en sus propias casas, mueren alimentándose con golosinas caducadas y sin conocer el mundo.
En otros países se usa más el suicidio, el exilio, el alcoholismo o la degradación personal. Los argentinos tenemos un sistema un poco más extraño de asimilar el fracaso. Abrimos la ventana que da a la calle (en general la habitación del abuelo muerto), ocultamos la cama y la mesa de luz, llenamos el ropero de galletitas, alfajores y cigarrillos Jockey Club, y nos jugamos la última ficha a la mínima expresión del microemprendimiento: el quiosco propio.
Es una jugada extraña, porque lo que menos hace falta en Argentina son quioscos (hay uno cada ventisiete metros). Pero sin embargo siempre alguien supone que poniendo otro más no pasará nada malo. Algunos pocos están bien provistos, pero la mayoría son quioscos tan escasos como la creatividad de sus dueños, y solamente te ofrecen veinte o treinta cosas inútiles (en un buen quiosco debe haber, como mínimo, más de doscientas cosas inútiles). Y entonces ocurre que la frase que más utiliza un quiosquero novato es “de eso no tengo, pero me están por traer”.
Más de la mitad de los argentinos ha sido dueño alguna vez de un quiosco. Y el 98% de la población tiene un amigo que trabajó en uno. El quiosco forma parte de la vida diaria de los argentinos, mucho más de lo que nosotros mismos imaginamos mientras vivimos allí. Solamente nos damos cuenta de la importancia de los quioscos el día que emigramos y desaparecen de nuestra vista.
A España sólo se muda la clase media argentina: el joven profesional, el futbolista incipiente, el cantante malo pero honrado, el psicólogo mentiroso, el publicista sensible y también su novia, la modelo descerebrada. Pero el argentino pobre se queda en casa. Y la verdad es que esta tendencia nos está matando. A nosotros, digo: a los argentinos de clase media que vivimos en España, la ausencia de quioscos nos está dejando un vacío en el alma y otro, de dimensiones similares, en el estómago.
Como es por todos sabido, los argentinos no entramos a los quioscos por necesidad alimenticia, sino por angustia oral. Según un estudio, el ser humano que camina tranquilamente por la calle piensa en sexo cada ocho segundos. Los argentinos también, pero usamos los siete segundos restantes para fantasear con cosas rellenas de dulce de leche. Nuestro ritmo mental se comporta con esta cadencia:
—…teta, cabsha, fantoche, shot, cubanito, concha, jorgito, milka, tubbi tres, tubbi cuatro, culo, aero blanco, minitorta de águila, teta, cabsha, fantoche triple —y vuelta a empezar.
Cuando un argentino pisa España por primera vez y recorre los bulevares sin rumbo fijo, descubre a los quince minutos que algo va mal, muy mal en su paseo, pero no atina a descubrir qué es. Es como caminar por las calles de un mundo paralelo, casi idéntico, pero con siete errores. ¿Qué es lo que me pasa—se pregunta el argentino—, por qué me vienen estas ganas de llorar? Al rato, descolocado su aparato digestivo, el recién llegado descubre el fallo: ha andado más de veinte minutos por una avenida y no se ha topado con ningún quiosco.
Por lo general, la primera conversación entre un argentino recién llegado y un español es la siguiente:
—Disculpe, ¿me dice dónde hay un quiosco?
—¿De periódicos? —pregunta el español.
—No, no. De cigarros, biromes, chocolatines, hilo de coser, alfajores, tarjetas de teléfono, cinta scotch, libros, tornillos, hojas cánson, planisferios, revistas, pelotas de rugby, linternas, ginebra bols, desodorante, helados, alcohol fino, café, panchos con savora y desinfectante para matar sapos.
El español indica como puede:
—Vamos a ver —dice—. Los cigarros los encuentra en el estanco, el hilo en la tienda, los libros en los supermercados, el helado en la heladería, la comida rápida en un burger, los tornillos y la linterna en la ferretería, las hojas y el mapa en la papelería, la revista en el odontólogo, el alcohol en los bares, las pelotas de rugby en Francia, y lo demás no tengo ni pajolera idea porque no existe.
—¿Y los alfajores?
—De eso por aquí no hay.
—¿Y entonces qué comen ustedes cuando van por la calle?
—Generalmente cosas con atún o con chorizo.
—¿Y dónde compran eso?
—En la panadería.
El quiosco es una de las costumbres argentinas más difíciles de explicar a un español. Es posible que te escuche con atención y más tarde te diga “ya, ya, entiendo”, pero en realidad sigue en blanco. Sólo se hace una idea fugaz, pero no puede ir muy lejos con la idea. Su estructura moral no concibe que en un solo sitio se puedan conseguir todas las cosas del mundo, a cualquier hora del día o de la noche. El español medio no comprende el concepto de síntesis, ni la urgencia de tener un antojo a las tres de la mañana.
Hay otras muchas costumbres argentinas que el español no comprende: el peronismo, por ejemplo; la televisión por cable, la palabra “prolijo”, el relato radiofónico de fútbol en donde el locutor entienda de fútbol, la ironía publicitaria, la autocrítica, el cine subtitulado, etcétera. Son todas nebulosas difusas en el cerebro ibérico. Pero la ausencia del concepto ‘quiosco’ es, de todas sus taras, la más grave.
El día que el español conozca las ventajas de los quioscos es posible que se convierta en una raza entretenida. En vez de gastarse las monedas en las tragaperras y las horas muertas en los bares, comería más alfajores y descubriría que nadie puede ser dichoso en un país en el que al chocolate duro lo rellenan con chocolate blando.
Es hora de que los argentinos pobres de Argentina descubran que hay que instalar los quioscos aquí, en España, donde de verdad hacen muchísima falta, y no en el propio barrio, donde ya el nicho está saturado y en caída libre.
Somos miles y miles los argentinos que, en España, no sabemos qué hacer cuando caminamos por la calle. Vamos en ayunas a los trabajos, no tenemos envoltorios que tirar en la vereda, hace años que no nos robamos un encendedor del estante de abajo, lustros enteros sin leer el horóscopo del bazooka. Y lo que es peor: estamos a punto de olvidar el olor de la bananita dolca, que es peor que olvidar el rostro de nuestras madres.
Necesitamos de la pobreza de nuestros hermanos en desgracia, queremos volver a sentir el suave cosquilleo del sobreprecio de las cosas. Estamos dispuestos a consentir que nos den mal el cambio, queremos abrir nosotros mismos la heladerita de los conogoles y congelarnos los dedos. Queremos los bonobon derretidos del verano y los guaymallenes de fruta que nadie quiere. Queremos esos sánguches espantosos que vienen adentro de un plástico. ¡Queremos quioscos!
Argentinos pobres: hay un mercado enloquecido que está pidiendo a gritos un quiosquero en cada cuadra de España. Somos capaces de subalquilar nuestras propias ventanas que dan a la calle, y de pintar a mano para ustedes un cartel que diga ‘kiosko’, las dos veces con k, con tal de que se incorporen a nuestras vidas europeas y nos llenen las manos de sugus, aunque sean todos de menta. No nos importa que bauticen a sus quioscos con la primera sílaba del nombre de sus tres hijos menores. Es más, echamos de menos esos nombres espantosos.
¡Aquí! ¡Aquí, en la madre patria, es donde estamos ansiosos y vírgenes de quioscos! ¡No allá, que hay muchos, sino aquí! Necesitamos hombres tristes, esposas despeinadas, adolescentes drogados y abuelos paralíticos que, con cara de hastío y de muerte en vida, nos vendan un paquete de cerealitas a través de una ventana.
Los estamos esperando, hermanos pobres; con los brazos abiertos, la sonrisa en la boca y los puños llenos de monedas de cinco, de diez y de veinticinco.
Ricky…un fenómeno el muchacho este…De donde mierda lo sacás?