Julio Cortázar: Continuidad de los parques.

jajaja

Y sí Martín, las letras son mi debilidad

Y sabés qué coincidimos en ésta. De los escritores argentinos, Cortázar me eclipsa. No sé por qué, ni quiero indagarlo, con él no se me da hacer análisis, sí disfrutarlo, de principio a fin, porque él me permite eso. Siento un guiño especial con este escritor. El primer cuento que leí de él fue a los 12 años, justamente, Continuidad de los parques y mi sensación fur la de estar frente a un distinto.

:stuck_out_tongue:

Buenisimo Martin, graciaspor compartirlo, no lo conocia…

Abrazo.

Es genial. Y el final es sencillamente brillante…

Ahor alo tengoq ue leer, alguno q me pase un link donde encontrarlo? Alejo, Sil, Martin?

Grcs, desde ya!

Bueno, me cope y sumo un texto de Cortazar con un humor muy propio de el… Es de “Un tal Lucas” Lucas, sus pudores.

[i]En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oir se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.

Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horor no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación mas bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.

Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.

Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que despues de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar excento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.

Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisón mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el docotor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.[/i]

Muy buenos todos, ya los había leído porque soy un enfermo de Cortázar, además de que en el colegio siempre era una fija que te dieran a leer cuentos de el.

Un grande.

No está en la página de Cortázar oficial. :S

La página de Julio Cortázar tiene varios cuentos, inclusive algunos narrados por él mismo, pero falta “El perseguidor” (y otros tantos). Encima no te puedo decir en qué libro está porque yo lo tenía en Cuentos Completos I, una recopilación.

Igualmente, probá dándote una vuelta por acá: Enlace de bibliotecas digitales

Si alguno sabe en cuál libro de Cortázar está el cuento, que se lo comente. En ese link que publiqué hay 40 obras para descargar.

Abrazos, Martín.

Justamente hoy me lo hicieron leer en la escuela jaja. Esta muy bueno, lo que muestra en este cuento es que la realidad se mete en la ficción, muy groso.

Que grande Cortazar, un maestro.

A la Julio Cortázar de Flores???

Que flash! Ahí fui yo!

¿Quien esta de directora? Graciela Arrán?

Sds

No está en la página de Cortázar oficial. :S

La página de Julio Cortázar tiene varios cuentos, inclusive algunos narrados por él mismo, pero falta “El perseguidor” (y otros tantos). Encima no te puedo decir en qué libro está porque yo lo tenía en Cuentos Completos I, una recopilación.

Igualmente, probá dándote una vuelta por acá: Enlace de bibliotecas digitales

Si alguno sabe en cuál libro de Cortázar está el cuento, que se lo comente. En ese link que publiqué hay 40 obras para descargar.

Abrazos, Martín.

Esta en “Las armas secretas”.

Es un libro de cuentos que incluso en un momento edito Clarin, en algo que llamaban la biblioteca de la literatura universal. O sea, si buscan por Corrientes, lo encuentran muy barato.

Era una edicion de tapa media naranja con la foto del autor media borrosa.

Bueno, pongo otro fragmento de otro libro que me gusta mucho: Historia de Cronopios y Famas.

Haga como si estuviera en su casa
Una esperanza se hizo una casa y le puso una baldosa que decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar.
Un fama se hizo una casa y no le puso mayormente baldosas. Un cronopio se hizo una casa y siguiendo la costumbre puso en el porche diversas baldosas que compró o hizo fabricar. Las baldosas estaban colocadas de manera que se las pudiera leer en orden. La primera decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar. La segunda decía: La casa es chica, pero el corazón es grande. La tercera decía: La presencia del huésped es suave como el césped. La cuarta decía: Somos pobres de verdad, pero no de voluntad. La quinta decía: Este cartel anula todos los anteriores. Rajá, perro.

Este cuento, junto con “Una Flor Amarilla”, me encantan.

No sé qué cuento querés leer pero tanto “Continuidad de los parques” como “No se culpe a nadie” están en la antología “Final del juego”. El otro cuento que se mencionó, brillante, “El perseguidor” se encuentra en “Las armas secretas”. En dicha antología hay otro cuento impresionante, muy oscuro, “Las babas del diablo”.

Si nunca leíste algo de él, te acosejo arrancar con “Final del juego” y no te pierdas “Historias de Cronopios y de famas”. Ya , con ambos libros, estarás " Cortazarizado"

ese es muy bueno!

si lo tenes postealo,que no se lo pierdan…yo veo si lo encuentro


lo encontre

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

[LEFT]Bueno… este es un fragmento de 62 modelo para armar que me gusta mucho…

Polanco tenía razón pero a medias: apenas se instalaron en la canoa,
el motor la proveyó de una tal velocidad que la técnica usual en materia
de gobernalle se vio superada por las nuevas performances de la
embarcación, estrellando de paso a Polanco, a Calac y a mi paredro en
una parte más bien fangosa de la laguna.
Después de vadear una zona donde no se sabía cuál de los
integrantes era más desagradable, si el agua que les arruinaba los zapatos
o los juncos que les pinchaban las manos, los náufragos llegaron a una
isla en medio de una laguna y desde allí pudieron apreciar en toda su
variedad las lamentaciones y los plañidos de la hija de Boniface Perteuil
relegada en tierra firme mientras los hombres ensayaban la canoa, y que
entre clamores y retorcimientos anunciaba su intención de acudir de
inmediato en procura de socorro.
—Siempre habla así, no tiene importancia —dijo modestamente
Polanco—. Desde luego, el motor es formidable.
La isla tenía exactamente dos metros cuadrados de superficie, por
lo cual mi paredro y Calac distaban de compartir el entusiasmo náutico
de Polanco, aunque en el fondo no se estaba mal con ese sol de las cuatro
de la tarde y unos Gitanes que procedieron a encender sin más trámite.
Una vez que la hija de Boniface Perteuil terminara de enumerar sus
141
planes de salvamento cabía la posibilidad de que se decidiera a ponerlos
en práctica, todo lo cual llevaría su tiempo puesto que en la laguna no
había otra canoa que la accidentada, aunque podía esperarse que los
alumnos del vivero-escuela decidieran fabricar una jangada con tablas
viejas en vez de seguir injertando marimoñas y petunias bajo la dirección
de Boniface Perteuil. A la espera de todo eso los náufragos tuvieron
tiempo sobrado para secarse los zapatos y acordarse de los días de
Londres y sobre todo del inspector Carruthers, figura por incompleto
irreal en el paisaje latino de Seine-et-Oise donde acababa de ocurrirles el
siniestro pero que en cambio se había adecuado perfectamente al olor
mohoso del Bolton Hotel y de los cafés que todos ellos frecuentaban hasta
el día de la ominosa llegada del inspector. A Calac y a Polanco no les
preocupaba demasiado la historia, pero mi paredro estaba ofendido por
la intervención del inspector Carruthers, cosa extraña en él que casi
siempre tendía a situarse en un plano de gran desapego tan pronto como
alguno de sus amigos se metía en alguna de a pie. Con un estilo
perceptiblemente plagiado de un códice maya según sospechas de Calac,
mi paredro volvía una y otra vez al momento en que el inspector
Carruthers había golpeado a la puerta de la habitación catorce del Bolton
Hotel sito en la Bedford Avenue, donde Austin estudiaba francés con
Marrast y donde Polanco ajustaba el sistema de poleas en miniatura
destinado a probar que la canoa soportaría el peso del motor de segadora
cedido por Boniface Perteuil en un momento de obnubilación
inexplicable. Las evocaciones de mi paredro tomaban el sesgo siguiente:
Un individuo flaco, era un individuo vestido de negro y flaco, con un
paraguas. El inspector Carruthers era un individuo con paraguas, flaco y
vestido de negro. Como siempre, cuando golpean a la puerta es mejor no
abrir, porque del otro lado habrá un individuo con paraguas y flaco, el
inspector Carruthers vestido de negro.
—Che, yo también estaba ahí —dijo Polanco aburrido—. Y Calac
que no estaba se sabe de memoria todo lo que pasó. Ahorra el fiato,
hermano.
—Me indigna —prosiguió imperturbablemente mi paredro— que
Scotland Yard delegara sus poderes en un individuo lleno de moho y de
oficina, en un individuo con paraguas, flaco y vestido de negro que nos
miraba con unos ojos que parecían peniques gastados. Los ojos del
inspector Carruthers eran como peniques gastados, el inspector
Carruthers no venía a expulsarnos, de ninguna manera nos expulsaría del
país. A los individuos flacos y vestidos de negro les agrada que los
ocupantes de las habitaciones de los hoteles abandonen voluntariamente
el país antes de dos semanas; van vestidos de negro y tienen paraguas,
142
casi siempre se llaman Carruthers y están llenos de moho y oficina, tienen
los ojos como peniques gastados, llaman a las habitaciones de los hoteles,
de preferencia a la habitación catorce del hotel. No expulsan a nadie, van
vestidos de negro, les agrada que los ocupantes se marchen del país por
su propia voluntad. Casi todos se llaman Carruthers, son flacos y están
detrás de la puerta de la habitación. Ah, pero entonces yo le dije…
—No le dijiste absolutamente nada —cortó Calac—. El único que
habló fue Austin por la sencilla razón de que sabe inglés. Y no sirvió de
mucho como lo prueba nuestra presencia en este promontorio rocalloso.
La verdad es que vamos de isla en isla pero cada día se nos vuelve más
chica, hay que decir lo que es.
—Y Marrast, a todo esto, ni una palabra —dijo rencorosamente
Polanco—. En casos así uno se adelanta, che, abre los brazos y se
proclama autor del fato como en Dostoievski. Al fin y al cabo Marrast ya
tenía pensado mandarse mudar por su cuenta, aparte que la
municipalidad de Arcueil estaba gastando una fortuna en telegramas
conminatorios. ¿Vos sabías que la piedra de hule llegó sin previo aviso y
que los ediles casi se mueren cuando vieron el tamaño?
—El tamaño de la factura, you mean —dijo mi paredro—. ¿Pero de
qué hubiera podido acusarse Marrast, decime un poco? Una broma
inocente, una sacudida a las costumbres esclerosadas de Harold
Haroldson. Fijate que Scotland Yard no tenía nada contra nosotros, como
no fuera un miedo pánico, es decir, metafísico y numinoso. Se daban
cuenta de que éramos capaces de hacer algo más grande, que aquello no
había sido más que un ensayo, como el de éste con su afeitadora eléctrica.
Siempre habrá un inspector Carruthers detrás de la puerta de los poetas,
hermano. Y la gorda que no viene con la jangada, nos vamos a quedar sin
cigarrillos en pleno tramonto.
—Encendamos una hoguera —propuso Polanco— y fabriquemos
una bandera con la camiseta de Calac, que incurre en ellas.
—A diferencia de otros, creo en la higiene —dijo Calac.
—A mí la camisa me gusta sentirla contra la piel —dijo Polanco—,
es algo que me refresca el alma. Qué historia, che, todo salió tan mal en el
fondo. Hasta el motor me está fallando, tengo que reconocer que es
demasiado poderoso para la eslora. ¿Ustedes no me ayudarían a construir
una embarcación más pesada, digamos una especie de trirreme? Tiemblo
al pensar que la gorda va a querer subir a la canoa uno de estos días, fíjate
que en el medio de la laguna hay casi un metro cincuenta, le sobra para
ahogarse. A mí no me gustaría perder este empleo, y con la gorda me
entiendo aunque el padre sea un repugnante petiforro.
—En fin —dijo mi paredro—, vos tenés razón, todo salió muy mal
143
pero no dirán que no nos divertimos.
En los cuarenta minutos que llevaban perdidos en la isla, las
posibilidades del terreno les habían permitido algunas evoluciones más
bien modestas, es decir que Polanco se había pasado a la piedra donde
antes se sentaba Calac y éste había preferido instalarse en una especie de
embudo rocoso que había sido el primer refugio de mi paredro, tirado
ahora en el suelo y etruscamente apoyado en un codo. Por poco que se
movieran los tres se tocaban con los zapatos, los hombros y las manos, y
como la isla se erguía semejante a un pedestal en el centro de la laguna,
los observadores de tierra firme hubieran podido contemplar los
frecuentes empujones, manotazos y otros movimientos estratégicos de los
náufragos para ampliar sus respectivos espacios vitales. Pero no había
nadie en la orilla para contemplarlos, y Polanco que conocía de sobra a la
hija de Boniface Perteuil la sospechaba corriendo como una loca por las
plantaciones de tulipanes en busca de alumnos de la escuela-vivero que
se prestaran a constituir la brigada de rescate y salvamento.
—En el fondo hicimos bien en irnos —había afirmado mi paredro—
. Una invasión terrible de mujeres y las tres completamente locas como de
costumbre. ¿Qué cuernos tenía que venir a hacer Tell a Londres, decime
un poco? Se descuelga de la Lufthansa como una especie de rollmops
convulso, es para no creerlo, y no hablemos de Celia que llega con un aire
de escapada de la morgue, sin hablar de la otra en pleno jaleo existencial,
con sus gnomos y esa manera que tiene siempre de echarme la mitad de
la ensalada en los pantalones, damn it.
—Tu inglés se ha perfeccionado notablemente —observó Polanco
que solamente había oído el final de la frase.
—Ya lo hablamos con gran soltura —dijo Calac—. ¿Locas, dijiste?
Bueno, hay que reconocer que nuestra vida en el West End no era
precisamente como para que te pongas tan supercilioso, che, o fastidioso
si preferís. Oh dear.
Así siguieron hablando un rato en su notable inglés hasta que
Polanco se inquietó y propuso un recuento general de cigarrillos y
provisiones. Ya varias veces se habían oído gritos por el lado de los
cultivos de marimoñas donde Boniface Perteuil enseñaba esa mañana los
injertos a la rumana, pero la partida de rescate no se hacía ver. Se
descubrió que entre los tres náufragos llegaban a veintisiete cigarrillos,
que no era mucho teniendo en cuenta que doce estaban mojados, y que
no había la menor provisión de boca. Dos pañuelos, un peine de bolsillo y
un cortaplumas formaban los bastimentos, junto con catorce cajas de
fósforos, producto de las manías de Polanco que amaba las compras al
por mayor. Previendo que la partida de salvamento tardaría en llegar y
144
que quizá la estación de los monzones estuviera próxima, mi paredro
propuso que el total de las provisiones fuera almacenado en una especie
de nicho situado en la parte interior del cono rocoso, y que se tirara a la
suerte para designar al mayordomo o despensero general que tendría a
su cargo el severo racionamiento que imponían las circunstancias.
—Quedas designado —dijeron al unísono Calac y Polanco, que
estaban cómodamente instalados y no pensaban en moverse ni en trabajar
por el bien común.
—Me parece sumamente irregular —dijo mi paredro— pero de
todos modos me someto a la voluntad de la mayoría. Vengan los
cigarrillos y los fósforos. Vos no te olvides del cortaplumas. Será mejor
que cada uno conserve su reloj pulsera, por la cuestión de la cuerda.
—Hace pensar en el capitán Cook —dijo Calac con sincera
admiración.
—En Bougainville, che —dijo Polanco—. A vos te bastan unas
cuantas semanas en el extranjero para perder todo sentimiento patriótico.
¿Vivís o no vivís en Francia?
—Momento —dijo Calac—. Si te pones en plan nacionalista,
tendríamos que compararlo con nuestros almirantes, Brown o Bouchard,
y ya ves que no cambia gran cosa.
—Convendría montar guardia de noche —dijo mi paredro—.
Ponele que la gorda tarde más de un mes en organizar el rescate, lo que
no me extrañaría nada en ese paquidermo, o que les dé por navegar de
noche, en ese caso corresponde encender una fogata y dar el quién vive.
—Hablando de paquidermos, usted es un rinoceronte peludo —dijo
Polanco ofendido.
—Más respeto y disciplina —mandó mi paredro—. Ustedes me
nombraron jefe y ahora se aguantan como es de rigor en estos casos.
Siguió una vivaz polémica sobre los rinocerontes, los almirantes
argentinos, la jerarquía y temas conexos, cortada de tanto en tanto por la
equitativa distribución de cigarrillos y fósforos. Reclinado en la suave
pendiente del embudo rocoso, Calac los escuchaba a medias y se
adormecía con el recuento melancólico de los días londineses, la última
visión que había tenido de la cara de Nicole en la ventanilla del tren de
París, las posibles consecuencias de cantar un tango en un museo o de
insinuar las conveniencias de un viaje como higiene mental. Al fin y al
cabo, si buscabas los grandes medios para que Marrast te dejara en paz,
¿por qué el laudista, Nicole, cuando yo estaba ahí sentado con vos en ese
horrible sofá del museo? Te ofrecí llevarte lejos, ventilarte bajo otros
cielos, esas cosas que alientan; y a vos no se te ocurre nada mejor que…
Oh vanidoso, oh lastimado, si está más claro que sus ojos zarcos.
145
Conmigo no hubiera sido tan fácil y lo sabías, a mí no me hubieras
alejado de un manotazo como al laudista, una vez más te habrías atado a
un futuro por meses o por años, y vos no querías un nuevo futuro tan
malo como el otro, un nuevo Marrast tan paciente y sufrido como el otro,
entonces Austin, la mosca pasajera, el pretexto para quedarte de veras
sola. Como si ya hubieras sospechado que apenas llegara Celia con su
carita salpicada de pecas, la colección entera de laúdes se precipitaría a
una pasacaglia incontenible y se curaría de golpe de sus adolescentes
angustias, de esperar horas en la puerta de tu hotel, de gemir en el
hombro de Polanco, de querer matar a Marrast sin haber terminado de
aprender los verbos en ir. Menos mal que yo… Sí, uno ha vivido, uno
aprende a ser también los demás, a meterse en su piel, en el fondo hacías
bien, no debías llegar a agradecerme nada, pero absolutamente nada,
porque entonces volvías a sufrir por todos, vos que no querés hacerle
daño a nadie. Ya fue bastante con que yo te diera la idea sin saberlo,
silbándote un tanguito, nena. Qué amargo es este cigarrillo, seguramente
que me han dado uno de los más mojados, estos dos se confabulan, a la
hora del canibalismo voy a tener que ganarles de mano.
Calac entrecerró los ojos, un poco porque ya se estaba durmiendo y
también porque tenía la buena costumbre de todo náufrago de fumar
hasta el final sin sacarse el pucho de la boca, pero al mismo tiempo
porque la penumbra lo ayudaba a ver la mejor imagen de Nicole después
que Tell le había telefoneado para que las ayudara a llevar las maletas a la
estación, Nicole bebiendo un café sin azúcar en el bar de Victoria Station,
Nicole en la ventanilla del boat train (“Nous irons à París toutes les deux”,
había cantado Tell sacando medio cuerpo fuera para espanto de clérigos y
guardas), Nicole tendiéndole unos dedos laxos que por un momento
habían dormido en su mano. “Todos ustedes son demasiado buenos”, le
había dicho como si eso sirviera para algo, y la danesa loca se había
metido un puñado de caramelos en la boca puesto que Calac había
sentido el melancólico placer irónico de llevar los caramelos prometidos a
la estación a la hora de despedir a Nicole, pero naturalmente la danesa
loca se los comería sola, Nicole cerraría los ojos y dejaría pasar el paisaje
inglés con la frente apoyada en la ventanilla, oyendo desde muy lejos la
voz de Tell que hablaría de petreles y de morsas. Y así, una vez más,
cualquier intervención que…
—¡Esta laguna tiene mareas! —clamó mi paredro enderezándose de
un salto y mostrando la botamanga del pantalón empapada y un zapato
chorreante—. ¡El agua está subiendo, se nos van a humedecer los
fósforos!
Polanco tendía a pensar que en un descuido mi paredro había
146
metido una pierna en la laguna, pero por las dudas puso un guijarro al
borde del exiguo litoral y los tres esperaron conteniendo la respiración. El
agua tapó casi en seguida la piedra y de paso un zapato de Calac que
tenía una pierna colgando para acordarse con más comodidad de
Londres y de esas cosas, y que soltó una maldición mientras se
acurrucaba en lo más alto del embudo rocalloso que disponía de un borde
relativamente ancho. Desde ahí se puso a llamar a los de tierra firme con
resultados contradictorios, pues varios alumnos de corta edad
aparecieron bruscamente en el sector donde terminaban los sembrados de
tulipanes negros y se quedaron estupefactos mirando a los náufragos,
mientras un alumno de piernas ya peludas se hacía presente al borde de
los canteros de marimoñas y en el mismo momento en que los más
pequeños se sentaban al borde de la laguna con un aire entre alelados y
expectantes, se ponía las manos en la cintura y se doblaba hasta el suelo
en un ataque tan violento de risa que se hubiera podido creer que estaba
llorando a gritos, tras de lo cual hizo una señal conminatoria a los más
chicos y todos ellos desaparecieron con la misma rapidez con que habían
llegado.
—La infancia, esa edad supervalorada —gruñó Calac que ya veía el
momento en que los otros náufragos iban a disputarle el embudo
rocalloso y temblaba por sus pantalones—. Naturalmente tu gorda estará
comiendo salame en algún rincón, completamente olvidada de nuestro
predicamento, carajo. Lo mejor va a ser ir caminando hasta la orilla y
secarnos en el café del pueblo, donde recuerdo que hay un ron muy
indicado para casos de naufragio.
—Estás loco —dijo Polanco indignado—. De aquí a la orilla hay por
lo menos cinco metros, no vas a pretender que los caminemos. ¿Y las
hidras, y las sanguijuelas, y las fosas submarinas? Éste se cree que soy el
comandante Cousteau.
—Vos tenés la culpa de todo —dijo mi paredro—. Con lo bien que
estábamos entre las flores, tenías que venir a complicarnos con tu famosa
turbina. Y ahora esta laguna donde hay unas mareas terribles, nunca oí
hablar de un fenómeno parecido. Habría que escribir una comunicación
al almirantazgo, a lo mejor nos borran de la lista negra y un día podemos
volver a ese pub de Chancery Lañe adonde íbamos con Marrast.
—Ya no me interesa volver a Londres —dijo Calac.
—Tenés razón, es tan húmedo. Pero ya que estamos, ¿a vos no te
parece rara esa invasión de las mujeres a nuestro falansterio? Nicole vaya
y pase, la pobre casi no contaba porque se la veía tan poco con sus
gnomos y esas cosas. Y de golpe se aparecen las otras dos y en menos de
tres días entre ellas y el inspector Carruthers nos hacen la vida imposible,
147
unas que llegan y el otro que quiere que nos vayamos, decime si eso era
vida.
—Si te fijas bien —dijo Polanco—, Tell estuvo acertada en venir, por
lo menos se hizo cargo de Nicole y la sacó del pozo con esa manera
estruendosa que ella tiene. Lo que es nosotros no hubiéramos servido
para baby sitters, como decimos en Chelsea.
—De acuerdo. ¿Pero qué me decís de la otra? ¿Qué cuernos tenía
que venir a hacer en Londres? Fue como una conjuración, hermano, nos
caían de todos lados como perros cósmicos.
—Oh, Celia —dijo desapegadamente mi paredro—, a su edad se va
y se viene, no era por nosotros que vino, o vino a buscar consuelo pero
por pura costumbre. Vaya a saber qué le pasaba, habrá que preguntárselo
al laudista que ya estará bien informado. Decime un poco: ¿Vos ves lo
que yo estoy viendo, o han empezado las alucinaciones clásicas en estas
circunstancias?
—Semejantes tetas no caben en ninguna alucinación —dijo Calac—.
Es la gorda, idéntica a Stanley con su safan.
—¿Qué les dije? —irradió Polanco entusiasmado—. ¡Mi Zezette!
—Vos, en vez de sacar a relucir sobrenombres íntimos, harías mejor
en gritarle que sos el doctor Livingston antes que cambie de idea —
aconsejó mi paredro—. Che, pero hasta traen una soga y una especie de
bañadera, va a ser un rescate padre. Help! Help!
—¿No te das cuenta de que no. entiende inglés? —dijo Polanco—.
Mira qué abnegación, aprecia si sos capaz. Se ha venido con todos los
alumnos, yo estoy conmovido.
—Déjame subir al embudo —le dijo mansamente mi paredro a
Calac.
—No hay lugar más que para uno —observó Calac.
—Es que se me están mojando las medias.
—Aquí te podrías resfriar, he comprobado que sopla un viento
considerable.
Por supuesto la nueva situación estaba provocando importantes
cambios de ideas, mientras en la orilla la hija de Boniface Perteuil rodeada
de los alumnos del vivero-escuela aprestaba confusamente una serie de
implementos y se agitaba de una manera poco propicia para favorecer la
adopción de medidas prácticas. Nada dispuestos a malograr las
operaciones de salvamento mezclando instrucciones continentales con
otras provenientes de la isla, los náufragos fingieron una indiferencia
estoica y siguieron hablando de sus cosas. Polanco había empezado por
hacer una referencia marginal a la decisión que habían tomado los tres
luego de la visita del inspector Carruthers, y consistente en no dejar sola a
148
Celia en Londres puesto que la solidaridad sólo podía manifestarse con
ella después de la partida más o menos brusca de Marrast, Nicole y Tell.
Pasada la primera sorpresa de que Austin se les agregara con el producto
de sus ahorros y dos laúdes, agregación favorecida por alguna que otra
sonrisa tímida de Celia y la manifiesta tendencia de Austin a buscar un
asiento del tren donde cupieran los laúdes, Celia y él mismo, los tres
futuros náufragos habían comprendido que no se podía pedir nada mejor
para la salud mental y moral del grupo, y la verdad había estado de su
parte porque el cambio de Austin entre el puente de Chelsea y el café de
Dunquerke donde esperaban el ferry-boat había sido tan sensible que la
mera diferencia de aire y de latitud no alcanzaba a explicarlo de ninguna
manera, sin contar que en Celia se había manifestado un fenómeno
similar a partir de la estación de Oak Ridge, a siete minutos de la partida
de Londres, coincidiendo quizá con el descubrimiento de que Austin,
excelente alumno de Marrast, conseguía expresarse en francés de una
manera tan elocuente que era casi como si lo que decía tuviera algún
sentido. Así habían subido al ferry-boat con un estado de ánimo
sensiblemente mejorado y a la hora de los vómitos, es decir casi
inmediatamente, Calac había podido comprobar con algún
enternecimiento que Austin se llevaba a Celia a la borda, la envolvía en
su gabardina y en algún momento le sostenía la frente, le pasaba un
pañuelo por la nariz y la ayudaba a sacrificar a Neptuno el té con limón
que había tomado en tierra. Toda voluntad perdida junto con el líquido,
Celia se dejaba mimar y escuchaba los consejos respiratorios de Austin
que hablaba cada vez mejor el francés a menos que lo estuviera haciendo
en inglés y que Celia, ayudada por la semiinconsciencia, recordara las
lecciones del liceo. En todo caso un sol extraordinario rebotaba en el
maldito canal y los envolvía cariñosamente, no era una tarde para
marearse, las colinas inglesas se perdían a lo lejos y aunque ni Austin ni
Celia sabían gran cosa de lo que los esperaba del otro lado, era cada vez
más evidente que tendían a esperarlo juntos, Austin derivando
rápidamente de Parsifal a Galahad, Celia abandonando a los tritones los
últimos sorbos de té con limón y sintiéndose protegida por el brazo que la
mantenía de este lado de la borda y la voz que le prometía para
momentos mejores las suites de Byrd y las vilanelas de Purcell.
—Ojalá que a la gorda no se le ocurra capitanear la expedición de
rescate —le dijo mi paredro en un susurro a Calac—, primero porque no
quedaría sitio para nosotros en la balsa, y segundo porque va a pasar de
la orilla al fondo apenas se suba a la almadía o jangada que están
fabricando.
—No creo que sea tan pandola —estimó Calac—. El problema está
149
más bien en que todos los niños aspiran a embarcarse, sin contar que la
almadía no tiene proa ni nada que se le parezca y vas a ver la confusión
que va a salir de ese detalle.
Polanco contemplaba enternecido a la hija de Boniface Perteuil y ya
le había propuesto a gritos que aprovecharan la expedición para remolcar
de paso la canoa incrustada entre los juncos. Calac suspiró, rebasado por
los acontecimientos y el fanatismo científico de Polanco, y trató de
ubicarse mejor en el borde del embudo que empezaba a tatuársele en el
alma; bastó ese segundo de descuido para que mi paredro saltara sobre el
embudo y se posesionara de la mejor parte, con vista directa hacia las
plantaciones de tulipanes negros. Calac no hizo nada por defender el
reducto puesto que no se estaba tan mal después de todo y los pantalones
de mi paredro chorreaban agua, había que tener sentimientos. La marea
ascendía ineluctable y el único que parecía ignorarla era Polanco, perdido
en su admiración por las disposiciones que seguía tomando la hija de
Boniface Perteuil. Como el héroe de Víctor Hugo, el agua le subía hasta
los muslos y pronto le llegaría a la cintura.
—Salvemos por lo menos las reservas de tabaco y fósforos —le dijo
mi paredro a Calac—. Dudo de que los nautas tengan éxito, por el
momento no hacen más que matarse de risa al vernos en esta situación.
Pondremos los bastimentos en la cima, y calculo que vos y yo tendremos
para unos tres días con sus noches. A éste el agua le va a llegar a la boca
dentro de una media hora, pobre Polanco.[/LEFT]

[LEFT]Bueno… este es un fragmento de 62 modelo para armar que me gusta mucho…

Polanco tenía razón pero a medias: apenas se instalaron en la canoa,
el motor la proveyó de una tal velocidad que la técnica usual en materia
de gobernalle se vio superada por las nuevas performances de la
embarcación, estrellando de paso a Polanco, a Calac y a mi paredro en
una parte más bien fangosa de la laguna.
Después de vadear una zona donde no se sabía cuál de los
integrantes era más desagradable, si el agua que les arruinaba los zapatos
o los juncos que les pinchaban las manos, los náufragos llegaron a una
isla en medio de una laguna y desde allí pudieron apreciar en toda su
variedad las lamentaciones y los plañidos de la hija de Boniface Perteuil
relegada en tierra firme mientras los hombres ensayaban la canoa, y que
entre clamores y retorcimientos anunciaba su intención de acudir de
inmediato en procura de socorro.
—Siempre habla así, no tiene importancia —dijo modestamente
Polanco—. Desde luego, el motor es formidable.
La isla tenía exactamente dos metros cuadrados de superficie, por
lo cual mi paredro y Calac distaban de compartir el entusiasmo náutico
de Polanco, aunque en el fondo no se estaba mal con ese sol de las cuatro
de la tarde y unos Gitanes que procedieron a encender sin más trámite.
Una vez que la hija de Boniface Perteuil terminara de enumerar sus
141
planes de salvamento cabía la posibilidad de que se decidiera a ponerlos
en práctica, todo lo cual llevaría su tiempo puesto que en la laguna no
había otra canoa que la accidentada, aunque podía esperarse que los
alumnos del vivero-escuela decidieran fabricar una jangada con tablas
viejas en vez de seguir injertando marimoñas y petunias bajo la dirección
de Boniface Perteuil. A la espera de todo eso los náufragos tuvieron
tiempo sobrado para secarse los zapatos y acordarse de los días de
Londres y sobre todo del inspector Carruthers, figura por incompleto
irreal en el paisaje latino de Seine-et-Oise donde acababa de ocurrirles el
siniestro pero que en cambio se había adecuado perfectamente al olor
mohoso del Bolton Hotel y de los cafés que todos ellos frecuentaban hasta
el día de la ominosa llegada del inspector. A Calac y a Polanco no les
preocupaba demasiado la historia, pero mi paredro estaba ofendido por
la intervención del inspector Carruthers, cosa extraña en él que casi
siempre tendía a situarse en un plano de gran desapego tan pronto como
alguno de sus amigos se metía en alguna de a pie. Con un estilo
perceptiblemente plagiado de un códice maya según sospechas de Calac,
mi paredro volvía una y otra vez al momento en que el inspector
Carruthers había golpeado a la puerta de la habitación catorce del Bolton
Hotel sito en la Bedford Avenue, donde Austin estudiaba francés con
Marrast y donde Polanco ajustaba el sistema de poleas en miniatura
destinado a probar que la canoa soportaría el peso del motor de segadora
cedido por Boniface Perteuil en un momento de obnubilación
inexplicable. Las evocaciones de mi paredro tomaban el sesgo siguiente:
Un individuo flaco, era un individuo vestido de negro y flaco, con un
paraguas. El inspector Carruthers era un individuo con paraguas, flaco y
vestido de negro. Como siempre, cuando golpean a la puerta es mejor no
abrir, porque del otro lado habrá un individuo con paraguas y flaco, el
inspector Carruthers vestido de negro.
—Che, yo también estaba ahí —dijo Polanco aburrido—. Y Calac
que no estaba se sabe de memoria todo lo que pasó. Ahorra el fiato,
hermano.
—Me indigna —prosiguió imperturbablemente mi paredro— que
Scotland Yard delegara sus poderes en un individuo lleno de moho y de
oficina, en un individuo con paraguas, flaco y vestido de negro que nos
miraba con unos ojos que parecían peniques gastados. Los ojos del
inspector Carruthers eran como peniques gastados, el inspector
Carruthers no venía a expulsarnos, de ninguna manera nos expulsaría del
país. A los individuos flacos y vestidos de negro les agrada que los
ocupantes de las habitaciones de los hoteles abandonen voluntariamente
el país antes de dos semanas; van vestidos de negro y tienen paraguas,
142
casi siempre se llaman Carruthers y están llenos de moho y oficina, tienen
los ojos como peniques gastados, llaman a las habitaciones de los hoteles,
de preferencia a la habitación catorce del hotel. No expulsan a nadie, van
vestidos de negro, les agrada que los ocupantes se marchen del país por
su propia voluntad. Casi todos se llaman Carruthers, son flacos y están
detrás de la puerta de la habitación. Ah, pero entonces yo le dije…
—No le dijiste absolutamente nada —cortó Calac—. El único que
habló fue Austin por la sencilla razón de que sabe inglés. Y no sirvió de
mucho como lo prueba nuestra presencia en este promontorio rocalloso.
La verdad es que vamos de isla en isla pero cada día se nos vuelve más
chica, hay que decir lo que es.
—Y Marrast, a todo esto, ni una palabra —dijo rencorosamente
Polanco—. En casos así uno se adelanta, che, abre los brazos y se
proclama autor del fato como en Dostoievski. Al fin y al cabo Marrast ya
tenía pensado mandarse mudar por su cuenta, aparte que la
municipalidad de Arcueil estaba gastando una fortuna en telegramas
conminatorios. ¿Vos sabías que la piedra de hule llegó sin previo aviso y
que los ediles casi se mueren cuando vieron el tamaño?
—El tamaño de la factura, you mean —dijo mi paredro—. ¿Pero de
qué hubiera podido acusarse Marrast, decime un poco? Una broma
inocente, una sacudida a las costumbres esclerosadas de Harold
Haroldson. Fijate que Scotland Yard no tenía nada contra nosotros, como
no fuera un miedo pánico, es decir, metafísico y numinoso. Se daban
cuenta de que éramos capaces de hacer algo más grande, que aquello no
había sido más que un ensayo, como el de éste con su afeitadora eléctrica.
Siempre habrá un inspector Carruthers detrás de la puerta de los poetas,
hermano. Y la gorda que no viene con la jangada, nos vamos a quedar sin
cigarrillos en pleno tramonto.
—Encendamos una hoguera —propuso Polanco— y fabriquemos
una bandera con la camiseta de Calac, que incurre en ellas.
—A diferencia de otros, creo en la higiene —dijo Calac.
—A mí la camisa me gusta sentirla contra la piel —dijo Polanco—,
es algo que me refresca el alma. Qué historia, che, todo salió tan mal en el
fondo. Hasta el motor me está fallando, tengo que reconocer que es
demasiado poderoso para la eslora. ¿Ustedes no me ayudarían a construir
una embarcación más pesada, digamos una especie de trirreme? Tiemblo
al pensar que la gorda va a querer subir a la canoa uno de estos días, fíjate
que en el medio de la laguna hay casi un metro cincuenta, le sobra para
ahogarse. A mí no me gustaría perder este empleo, y con la gorda me
entiendo aunque el padre sea un repugnante petiforro.
—En fin —dijo mi paredro—, vos tenés razón, todo salió muy mal
143
pero no dirán que no nos divertimos.
En los cuarenta minutos que llevaban perdidos en la isla, las
posibilidades del terreno les habían permitido algunas evoluciones más
bien modestas, es decir que Polanco se había pasado a la piedra donde
antes se sentaba Calac y éste había preferido instalarse en una especie de
embudo rocoso que había sido el primer refugio de mi paredro, tirado
ahora en el suelo y etruscamente apoyado en un codo. Por poco que se
movieran los tres se tocaban con los zapatos, los hombros y las manos, y
como la isla se erguía semejante a un pedestal en el centro de la laguna,
los observadores de tierra firme hubieran podido contemplar los
frecuentes empujones, manotazos y otros movimientos estratégicos de los
náufragos para ampliar sus respectivos espacios vitales. Pero no había
nadie en la orilla para contemplarlos, y Polanco que conocía de sobra a la
hija de Boniface Perteuil la sospechaba corriendo como una loca por las
plantaciones de tulipanes en busca de alumnos de la escuela-vivero que
se prestaran a constituir la brigada de rescate y salvamento.
—En el fondo hicimos bien en irnos —había afirmado mi paredro—
. Una invasión terrible de mujeres y las tres completamente locas como de
costumbre. ¿Qué cuernos tenía que venir a hacer Tell a Londres, decime
un poco? Se descuelga de la Lufthansa como una especie de rollmops
convulso, es para no creerlo, y no hablemos de Celia que llega con un aire
de escapada de la morgue, sin hablar de la otra en pleno jaleo existencial,
con sus gnomos y esa manera que tiene siempre de echarme la mitad de
la ensalada en los pantalones, damn it.
—Tu inglés se ha perfeccionado notablemente —observó Polanco
que solamente había oído el final de la frase.
—Ya lo hablamos con gran soltura —dijo Calac—. ¿Locas, dijiste?
Bueno, hay que reconocer que nuestra vida en el West End no era
precisamente como para que te pongas tan supercilioso, che, o fastidioso
si preferís. Oh dear.
Así siguieron hablando un rato en su notable inglés hasta que
Polanco se inquietó y propuso un recuento general de cigarrillos y
provisiones. Ya varias veces se habían oído gritos por el lado de los
cultivos de marimoñas donde Boniface Perteuil enseñaba esa mañana los
injertos a la rumana, pero la partida de rescate no se hacía ver. Se
descubrió que entre los tres náufragos llegaban a veintisiete cigarrillos,
que no era mucho teniendo en cuenta que doce estaban mojados, y que
no había la menor provisión de boca. Dos pañuelos, un peine de bolsillo y
un cortaplumas formaban los bastimentos, junto con catorce cajas de
fósforos, producto de las manías de Polanco que amaba las compras al
por mayor. Previendo que la partida de salvamento tardaría en llegar y
144
que quizá la estación de los monzones estuviera próxima, mi paredro
propuso que el total de las provisiones fuera almacenado en una especie
de nicho situado en la parte interior del cono rocoso, y que se tirara a la
suerte para designar al mayordomo o despensero general que tendría a
su cargo el severo racionamiento que imponían las circunstancias.
—Quedas designado —dijeron al unísono Calac y Polanco, que
estaban cómodamente instalados y no pensaban en moverse ni en trabajar
por el bien común.
—Me parece sumamente irregular —dijo mi paredro— pero de
todos modos me someto a la voluntad de la mayoría. Vengan los
cigarrillos y los fósforos. Vos no te olvides del cortaplumas. Será mejor
que cada uno conserve su reloj pulsera, por la cuestión de la cuerda.
—Hace pensar en el capitán Cook —dijo Calac con sincera
admiración.
—En Bougainville, che —dijo Polanco—. A vos te bastan unas
cuantas semanas en el extranjero para perder todo sentimiento patriótico.
¿Vivís o no vivís en Francia?
—Momento —dijo Calac—. Si te pones en plan nacionalista,
tendríamos que compararlo con nuestros almirantes, Brown o Bouchard,
y ya ves que no cambia gran cosa.
—Convendría montar guardia de noche —dijo mi paredro—.
Ponele que la gorda tarde más de un mes en organizar el rescate, lo que
no me extrañaría nada en ese paquidermo, o que les dé por navegar de
noche, en ese caso corresponde encender una fogata y dar el quién vive.
—Hablando de paquidermos, usted es un rinoceronte peludo —dijo
Polanco ofendido.
—Más respeto y disciplina —mandó mi paredro—. Ustedes me
nombraron jefe y ahora se aguantan como es de rigor en estos casos.
Siguió una vivaz polémica sobre los rinocerontes, los almirantes
argentinos, la jerarquía y temas conexos, cortada de tanto en tanto por la
equitativa distribución de cigarrillos y fósforos. Reclinado en la suave
pendiente del embudo rocoso, Calac los escuchaba a medias y se
adormecía con el recuento melancólico de los días londineses, la última
visión que había tenido de la cara de Nicole en la ventanilla del tren de
París, las posibles consecuencias de cantar un tango en un museo o de
insinuar las conveniencias de un viaje como higiene mental. Al fin y al
cabo, si buscabas los grandes medios para que Marrast te dejara en paz,
¿por qué el laudista, Nicole, cuando yo estaba ahí sentado con vos en ese
horrible sofá del museo? Te ofrecí llevarte lejos, ventilarte bajo otros
cielos, esas cosas que alientan; y a vos no se te ocurre nada mejor que…
Oh vanidoso, oh lastimado, si está más claro que sus ojos zarcos.
145
Conmigo no hubiera sido tan fácil y lo sabías, a mí no me hubieras
alejado de un manotazo como al laudista, una vez más te habrías atado a
un futuro por meses o por años, y vos no querías un nuevo futuro tan
malo como el otro, un nuevo Marrast tan paciente y sufrido como el otro,
entonces Austin, la mosca pasajera, el pretexto para quedarte de veras
sola. Como si ya hubieras sospechado que apenas llegara Celia con su
carita salpicada de pecas, la colección entera de laúdes se precipitaría a
una pasacaglia incontenible y se curaría de golpe de sus adolescentes
angustias, de esperar horas en la puerta de tu hotel, de gemir en el
hombro de Polanco, de querer matar a Marrast sin haber terminado de
aprender los verbos en ir. Menos mal que yo… Sí, uno ha vivido, uno
aprende a ser también los demás, a meterse en su piel, en el fondo hacías
bien, no debías llegar a agradecerme nada, pero absolutamente nada,
porque entonces volvías a sufrir por todos, vos que no querés hacerle
daño a nadie. Ya fue bastante con que yo te diera la idea sin saberlo,
silbándote un tanguito, nena. Qué amargo es este cigarrillo, seguramente
que me han dado uno de los más mojados, estos dos se confabulan, a la
hora del canibalismo voy a tener que ganarles de mano.
Calac entrecerró los ojos, un poco porque ya se estaba durmiendo y
también porque tenía la buena costumbre de todo náufrago de fumar
hasta el final sin sacarse el pucho de la boca, pero al mismo tiempo
porque la penumbra lo ayudaba a ver la mejor imagen de Nicole después
que Tell le había telefoneado para que las ayudara a llevar las maletas a la
estación, Nicole bebiendo un café sin azúcar en el bar de Victoria Station,
Nicole en la ventanilla del boat train (“Nous irons à París toutes les deux”,
había cantado Tell sacando medio cuerpo fuera para espanto de clérigos y
guardas), Nicole tendiéndole unos dedos laxos que por un momento
habían dormido en su mano. “Todos ustedes son demasiado buenos”, le
había dicho como si eso sirviera para algo, y la danesa loca se había
metido un puñado de caramelos en la boca puesto que Calac había
sentido el melancólico placer irónico de llevar los caramelos prometidos a
la estación a la hora de despedir a Nicole, pero naturalmente la danesa
loca se los comería sola, Nicole cerraría los ojos y dejaría pasar el paisaje
inglés con la frente apoyada en la ventanilla, oyendo desde muy lejos la
voz de Tell que hablaría de petreles y de morsas. Y así, una vez más,
cualquier intervención que…
—¡Esta laguna tiene mareas! —clamó mi paredro enderezándose de
un salto y mostrando la botamanga del pantalón empapada y un zapato
chorreante—. ¡El agua está subiendo, se nos van a humedecer los
fósforos!
Polanco tendía a pensar que en un descuido mi paredro había
146
metido una pierna en la laguna, pero por las dudas puso un guijarro al
borde del exiguo litoral y los tres esperaron conteniendo la respiración. El
agua tapó casi en seguida la piedra y de paso un zapato de Calac que
tenía una pierna colgando para acordarse con más comodidad de
Londres y de esas cosas, y que soltó una maldición mientras se
acurrucaba en lo más alto del embudo rocalloso que disponía de un borde
relativamente ancho. Desde ahí se puso a llamar a los de tierra firme con
resultados contradictorios, pues varios alumnos de corta edad
aparecieron bruscamente en el sector donde terminaban los sembrados de
tulipanes negros y se quedaron estupefactos mirando a los náufragos,
mientras un alumno de piernas ya peludas se hacía presente al borde de
los canteros de marimoñas y en el mismo momento en que los más
pequeños se sentaban al borde de la laguna con un aire entre alelados y
expectantes, se ponía las manos en la cintura y se doblaba hasta el suelo
en un ataque tan violento de risa que se hubiera podido creer que estaba
llorando a gritos, tras de lo cual hizo una señal conminatoria a los más
chicos y todos ellos desaparecieron con la misma rapidez con que habían
llegado.
—La infancia, esa edad supervalorada —gruñó Calac que ya veía el
momento en que los otros náufragos iban a disputarle el embudo
rocalloso y temblaba por sus pantalones—. Naturalmente tu gorda estará
comiendo salame en algún rincón, completamente olvidada de nuestro
predicamento, carajo. Lo mejor va a ser ir caminando hasta la orilla y
secarnos en el café del pueblo, donde recuerdo que hay un ron muy
indicado para casos de naufragio.
—Estás loco —dijo Polanco indignado—. De aquí a la orilla hay por
lo menos cinco metros, no vas a pretender que los caminemos. ¿Y las
hidras, y las sanguijuelas, y las fosas submarinas? Éste se cree que soy el
comandante Cousteau.
—Vos tenés la culpa de todo —dijo mi paredro—. Con lo bien que
estábamos entre las flores, tenías que venir a complicarnos con tu famosa
turbina. Y ahora esta laguna donde hay unas mareas terribles, nunca oí
hablar de un fenómeno parecido. Habría que escribir una comunicación
al almirantazgo, a lo mejor nos borran de la lista negra y un día podemos
volver a ese pub de Chancery Lañe adonde íbamos con Marrast.
—Ya no me interesa volver a Londres —dijo Calac.
—Tenés razón, es tan húmedo. Pero ya que estamos, ¿a vos no te
parece rara esa invasión de las mujeres a nuestro falansterio? Nicole vaya
y pase, la pobre casi no contaba porque se la veía tan poco con sus
gnomos y esas cosas. Y de golpe se aparecen las otras dos y en menos de
tres días entre ellas y el inspector Carruthers nos hacen la vida imposible,
147
unas que llegan y el otro que quiere que nos vayamos, decime si eso era
vida.
—Si te fijas bien —dijo Polanco—, Tell estuvo acertada en venir, por
lo menos se hizo cargo de Nicole y la sacó del pozo con esa manera
estruendosa que ella tiene. Lo que es nosotros no hubiéramos servido
para baby sitters, como decimos en Chelsea.
—De acuerdo. ¿Pero qué me decís de la otra? ¿Qué cuernos tenía
que venir a hacer en Londres? Fue como una conjuración, hermano, nos
caían de todos lados como perros cósmicos.
—Oh, Celia —dijo desapegadamente mi paredro—, a su edad se va
y se viene, no era por nosotros que vino, o vino a buscar consuelo pero
por pura costumbre. Vaya a saber qué le pasaba, habrá que preguntárselo
al laudista que ya estará bien informado. Decime un poco: ¿Vos ves lo
que yo estoy viendo, o han empezado las alucinaciones clásicas en estas
circunstancias?
—Semejantes tetas no caben en ninguna alucinación —dijo Calac—.
Es la gorda, idéntica a Stanley con su safan.
—¿Qué les dije? —irradió Polanco entusiasmado—. ¡Mi Zezette!
—Vos, en vez de sacar a relucir sobrenombres íntimos, harías mejor
en gritarle que sos el doctor Livingston antes que cambie de idea —
aconsejó mi paredro—. Che, pero hasta traen una soga y una especie de
bañadera, va a ser un rescate padre. Help! Help!
—¿No te das cuenta de que no. entiende inglés? —dijo Polanco—.
Mira qué abnegación, aprecia si sos capaz. Se ha venido con todos los
alumnos, yo estoy conmovido.
—Déjame subir al embudo —le dijo mansamente mi paredro a
Calac.
—No hay lugar más que para uno —observó Calac.
—Es que se me están mojando las medias.
—Aquí te podrías resfriar, he comprobado que sopla un viento
considerable.
Por supuesto la nueva situación estaba provocando importantes
cambios de ideas, mientras en la orilla la hija de Boniface Perteuil rodeada
de los alumnos del vivero-escuela aprestaba confusamente una serie de
implementos y se agitaba de una manera poco propicia para favorecer la
adopción de medidas prácticas. Nada dispuestos a malograr las
operaciones de salvamento mezclando instrucciones continentales con
otras provenientes de la isla, los náufragos fingieron una indiferencia
estoica y siguieron hablando de sus cosas. Polanco había empezado por
hacer una referencia marginal a la decisión que habían tomado los tres
luego de la visita del inspector Carruthers, y consistente en no dejar sola a
148
Celia en Londres puesto que la solidaridad sólo podía manifestarse con
ella después de la partida más o menos brusca de Marrast, Nicole y Tell.
Pasada la primera sorpresa de que Austin se les agregara con el producto
de sus ahorros y dos laúdes, agregación favorecida por alguna que otra
sonrisa tímida de Celia y la manifiesta tendencia de Austin a buscar un
asiento del tren donde cupieran los laúdes, Celia y él mismo, los tres
futuros náufragos habían comprendido que no se podía pedir nada mejor
para la salud mental y moral del grupo, y la verdad había estado de su
parte porque el cambio de Austin entre el puente de Chelsea y el café de
Dunquerke donde esperaban el ferry-boat había sido tan sensible que la
mera diferencia de aire y de latitud no alcanzaba a explicarlo de ninguna
manera, sin contar que en Celia se había manifestado un fenómeno
similar a partir de la estación de Oak Ridge, a siete minutos de la partida
de Londres, coincidiendo quizá con el descubrimiento de que Austin,
excelente alumno de Marrast, conseguía expresarse en francés de una
manera tan elocuente que era casi como si lo que decía tuviera algún
sentido. Así habían subido al ferry-boat con un estado de ánimo
sensiblemente mejorado y a la hora de los vómitos, es decir casi
inmediatamente, Calac había podido comprobar con algún
enternecimiento que Austin se llevaba a Celia a la borda, la envolvía en
su gabardina y en algún momento le sostenía la frente, le pasaba un
pañuelo por la nariz y la ayudaba a sacrificar a Neptuno el té con limón
que había tomado en tierra. Toda voluntad perdida junto con el líquido,
Celia se dejaba mimar y escuchaba los consejos respiratorios de Austin
que hablaba cada vez mejor el francés a menos que lo estuviera haciendo
en inglés y que Celia, ayudada por la semiinconsciencia, recordara las
lecciones del liceo. En todo caso un sol extraordinario rebotaba en el
maldito canal y los envolvía cariñosamente, no era una tarde para
marearse, las colinas inglesas se perdían a lo lejos y aunque ni Austin ni
Celia sabían gran cosa de lo que los esperaba del otro lado, era cada vez
más evidente que tendían a esperarlo juntos, Austin derivando
rápidamente de Parsifal a Galahad, Celia abandonando a los tritones los
últimos sorbos de té con limón y sintiéndose protegida por el brazo que la
mantenía de este lado de la borda y la voz que le prometía para
momentos mejores las suites de Byrd y las vilanelas de Purcell.
—Ojalá que a la gorda no se le ocurra capitanear la expedición de
rescate —le dijo mi paredro en un susurro a Calac—, primero porque no
quedaría sitio para nosotros en la balsa, y segundo porque va a pasar de
la orilla al fondo apenas se suba a la almadía o jangada que están
fabricando.
—No creo que sea tan pandola —estimó Calac—. El problema está
149
más bien en que todos los niños aspiran a embarcarse, sin contar que la
almadía no tiene proa ni nada que se le parezca y vas a ver la confusión
que va a salir de ese detalle.
Polanco contemplaba enternecido a la hija de Boniface Perteuil y ya
le había propuesto a gritos que aprovecharan la expedición para remolcar
de paso la canoa incrustada entre los juncos. Calac suspiró, rebasado por
los acontecimientos y el fanatismo científico de Polanco, y trató de
ubicarse mejor en el borde del embudo que empezaba a tatuársele en el
alma; bastó ese segundo de descuido para que mi paredro saltara sobre el
embudo y se posesionara de la mejor parte, con vista directa hacia las
plantaciones de tulipanes negros. Calac no hizo nada por defender el
reducto puesto que no se estaba tan mal después de todo y los pantalones
de mi paredro chorreaban agua, había que tener sentimientos. La marea
ascendía ineluctable y el único que parecía ignorarla era Polanco, perdido
en su admiración por las disposiciones que seguía tomando la hija de
Boniface Perteuil. Como el héroe de Víctor Hugo, el agua le subía hasta
los muslos y pronto le llegaría a la cintura.
—Salvemos por lo menos las reservas de tabaco y fósforos —le dijo
mi paredro a Calac—. Dudo de que los nautas tengan éxito, por el
momento no hacen más que matarse de risa al vernos en esta situación.
Pondremos los bastimentos en la cima, y calculo que vos y yo tendremos
para unos tres días con sus noches. A éste el agua le va a llegar a la boca
dentro de una media hora, pobre Polanco.[/LEFT]


Me parece que me fui a la mierda… es muy largo.

No era necesario mas que este brevo ,intenso y envolvente relato para demostrar la maestria de Cortazar en un genero tan dificil como el cuento .En lo personal no desecho nada de su obra,cada texto ,aun cada parrafo encierra un pequeño universo dentro de si .Mi preferido es Casa Tomada un cuento muy vetusto,ese relato encaja absolutamente en el fenero fantastico,adhiero tambien en la preferencia como muchos aqui a El Perseguidor,donde Cortazar aborda una de sus pasiones el jazz,Otra de ellas el boxeo esta contenida en La noche boca arriba,homenaje a Justo Suarez ,el Torito de Mataderos .

Lo lei en la escuela hace un tiempo y estaba bastante bueno.

Uno que tambien esta muy bueno es Isla al Mediodia o algo asi… la verdad excelentes los cuentos de Crotaza.

Yo lo había leído para el colegio… Me hiciste poner bajón recordando las clases de Lengua ahora que terminé el colegio, Martín… :cry: