Cuentos de Fútbol (Eduardo Sacheri)

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Cuando tenga más tiempo me doy una vuelta por aca y leo los cuentos.
Tengo el libro de Apo,y el futbol conto un cuento, que tiene varios cuentos y hay uno de Sacheri,pero no me acuerdo el nombre ahora.

che el cuento ese de “esperandolo a tito” termina asi? porque se corta de repente y me quede con ganas de seguir leyendo :lol::lol:
ahora sigo con los otros, el de raulito tambien esta muy bueno, lastima que el pendejo no era de river… :mrgreen::mrgreen:

“Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales.
Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”.

La mejor frase de Sacheri de fobal…

Les racomiendo el libro:

Te conozco Mendisabal!


Fragmento de Motorola

[spoiler]El orgullo de ser calamar

Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta. Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardó quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada.

Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas en sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.

Cuando logró incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteó otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.

Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende porque ama las cosas que ama. El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan. Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.

Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quien o a que uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada".[/spoiler]

Te pongo eso en spoiler porque es el fragmento final de un cuento. Por si alguien quiere leerlo completo!

Son realmente buenisimos los cuentos de Sachieri. Yo tengo los 3 libros de cuentos y una de las novelas. Lo unico q no lei fue La pregunta de tus ojos, q despues lo hicieron pelicula…

Es grosso no solo para cuentos de futbol, cuando se pone a escribir de cosas cotidianas tambien garpa.

Creo q el libro verde q esta en la primera pagina es una recopilacion de los “mejores”.

El final de motorola cuando baja el gordo del taxi es genial, un gran cuento para mi es “El apocalipsis segun el chato” cada vez q lo leo me cago de risa

Acabo de leer “Los Traidores”. Qué cuentazo la puta madre!!!

Es terrible el potrero y el barrio que tiene Sacheri. Emocionan sus cuentos.

Lo encontré. Lo dejo por si alguien quiere leerlo:

Los Traidores

Que nadie se haga cargo de esta historia, ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés.
Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida.
Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años… ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago.
Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor…
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento.
Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara… ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo?
No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe.
¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza.
Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije.
Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta… me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón seguí, es cierto, pero…los tipos me clavaban los ojos, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa.
Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro contesté. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos.
«Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda’, por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro.
Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila.
No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo.
Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede.
Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas.
Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos.
¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa.
Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago… el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria.
Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido.
Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola me decían, la sacaste rebarata, Nicanor.» Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento.
Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes… Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida.
Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.» ¡Chau, pibe!

Mi unica preocupacion es q Sacheri salio en la tapa del ultimo Gr@fico… Espero q tenga constantemente una mano en su huevo izq. Quiero un libro nuevo

Excelente la historia que conto en El Grafico ese…es hincha de independiente o era solo el cuento asi?

Agregué Motorola al post inicial. Estaba solo el audio, ahora encontré el texto.

Motorola es otro señor cuento :mrgreen: pobre tense.

El que leyó Motorola y no se le puso la piel de gallina tiene líquido refrigerante en las venas.

Te acordás el nombre del cuento en el que se juntan los hinchas de CASLA y hacen como una visita al Carrefour donde tenían la cancha antes tipo como si fuera una misión secreta? ese también es glorioso, está redactado de tal forma que caes practicamente en el final.

Nunca lo leí. Es de Sacheri?

Si, si… Creo que se llama “El golpe del hormiga”. Los cuervos se deben mear encima de la emoción cuando lo leen jaja.

El golpe del Hormiga, de Eduardo Sacheri

[spoiler]
-¡Veinte años, carajo!¡Veinte años! ¿Qué me decís a eso? ¿Querés que me quede así, sin hacer nada?

Bogado no sabe qué contestar. Parpadea varias veces, algo aturdido por los gritos del Hormiga, que sigue de pie al otro lado de la mesa, con los puños sobre la madera. La cara del Hormiga está casi en sombras porque la lámpara es muy baja, pero Bogado sabe que sus ojos sacan chispas y que está empapado de sudor por el esfuerzo de tratar de convencerlos.

Bogado se mira las manos para no cruzarse con los ojos de los demás que, sentados a los costados, sin dudas están clavándole la mirada. Saben que están esperando que hable, como si siempre fuese el dueño de la última palabra. Por algo el Hormiga lo ha llamado primero a él para organizar esa reunión de desquiciados. Y por eso lo ha usado a él como interlocutor principal para darle los pormenores de ese proyecto de locos. Y por eso le ha contestado específicamente a él todas las preguntas, todas las objeciones, que todos los presentes le han ido planteando al Hormiga, y que lo han ido poniendo nervioso hasta dejarlo con ese aspecto de energúmeno escapado de un loquera.

Bogado chista y sacude la cabeza. Ridícula. Toda la situación es ridícula. Y ellos son ocho boludos. Eso es lo que son. Los ocho reunidos en esa habitación oscura, con la lámpara sobre la mesa como si fuera un garito o un aguantadero de película mala, y ellos un banda de chorros planeando al asalto del siglo.

  • ¿Te lo vuelvo a explicar? – el Hormiga baja el tono en un intento por tranquilizarse.

Bogado alza una mano para disuadirlo: -No. Pará. No tiene sentido.

  • Te digo que sí – porfía el Hormiga-. Primero: lo vengo estudiando desde hace dos años. Dos años. ¿Me escuchaste bien? – Bogado, resignado, asiente-. Segundo: conseguí ese laburo de vigilancia nada más que para esto, y vos lo sabés bien, José. –Mira brevemente a su derecha, y una de las cabezas convalida con un gesto afirmativo-. Tercero: me parlé cincuenta veces al supervisor para que me mandase a controlar el sector ese, porque si me mandaban al depósito o al estacionamiento me cagaban, y se iba todo el asunto a la mierda. – De nuevo le habla directamente a Bogado, y éste no quiere que lo haga. – Cuarto: elegí el lugar con un cuidado bárbaro… – duda como buscando palabras más precisas, pero no las encuentra-, bárbaro, el lugar –concluye.

  • Nadie te dice lo contrario, Hormiga – Bogado intenta cortarlo.

  • Pará. Dejame terminar. El lugar que les digo es bárbaro. De lo mejor. Hay una cámara que lo enfoca medio de costado, pero como las luces de ese lado las apagan, por el monitor no se ve un carajo, ya me fijé. Quinto. O sexto, no sé, para el caso da igual: la alarma está apagada hasta bien tarde, primero por los de limpieza y después por la ronda nuestra. ¿Y querés lo mejor, lo mejor de lo mejor?

Bogado hace un posterior intento por detenerlo:

  • Para, Hormiga, cortála. Ya lo dijiste.

El otro lo ignora.

  • Escuchá, escuchame un poco –el Hormiga es ahora enérgico pero no ha vuelto a perder los estribos-. De las tres a las cuatro de la mañana se juntan todos los vigilantes en la recepción a tomar un refrigerio. Se supone que se tienen que turnar, pero van todos juntos porque están podridos de estar al pedo y solos como una ostra sin nadie para charlar.

Bogado nota, contrariado, que a fuerza de escucharlo una y otra vez los otros muchachos empiezan a tomarlo en serio. Intenta romper el efecto: -Estás soñando, Hormiga. Vamos a terminar todos en cana, y vos sin laburo, además.

No es la réplica más feliz, y Bogado se da cuenta de inmediato. El Hormiga se sienta y lo mira fijo, con sus ojos claros muy abiertos por la excitación. La nariz, gorda y ganchuda, parece a punto de estallarle con el color escarlata que ha tomado. Con esa piel blanca y el pelo rubio parece un gringo recién bajado del barco. Cuando se conocieron a Bogado le había extrañado el sobrenombre del Hormiga, porque el tipo es alto, flaco y blanquísimo, y se le nota a la legua que es hijo de tanos. Recién al tiempo le explicaron que el mote no era por es aspecto, sino por lo cabeza dura, por lo tenaz, lo porfiado. Cuando algo se le pone en la cabeza no hay Dios que lo convenza de lo contrario, y no para hasta conseguir lo que busca. Y Bogado, esta noche, está sufriendo en carne propia esa forma de ser de su amigo. Y para peor acaba de decir la frase menos adecuada que pudo ocurrírsele. Serán los nervios, piensa Bogado. Pero el otro lo mira con seguridad, casi con dulzura, con la expresión del jugador que tiene todas las cartas en las manos.

-¿Me estás jodiendo? –arranca el Hormiga- ¿Y vos creés que yo no quiero largar ese laburo? ¡Me hacen un favor si me echan! Estoy para esto, Santiago. Nada más que para esto. No se pueden borrar ahora. Dos años para esto, macho. Dos años me comí ahí adentro para esto.

Vuelve el silencio, Bogado asume que acaban de sacarle otro gol de ventaja en esa extraña definición en la que ambos hace rato están empeñados. El Hormiga no miente cuando dice que aceptó el trabajo de vigilancia para esto. El día que le confirmaron el puesto, los reunió a todos, a los mismos que hoy flanquean la mesa, les anunció solemnemente para qué había aceptado ese trabajo. En ese momento todos se lo habían tomado medio en joda y le habían dado manija. Hasta él, hasta Bogado, había tomado parte en el jolgorio. Y tampoco fueron capaces de detenerse después, con el transcurso de los meses, en las ocasiones en las que el Hormiga, muy serio y más entusiasmado, les pasaba informes sobre sus avances. Todos le habían seguido la corriente.

Pero lo de esta noche es demasiado. Citarlos así, en ese sitio, a esa hora, haciéndose el misterioso. Evidentemente el Hormiga se engrupió con eso de dar el golpe del siglo. Pero, ¿de quién es la culpa?¿De él o de los que no fueron capaces de frenarle el carro?

La primera vez que lo explicó, más temprano, con el plano lleno de cruces y de flechas trazadas con marcadores rojos y verdes, se le cagaron de risa porque acaban de llegar y supusieron que era una joda. Pero después, al ver al Hormiga enchufadísimo, se fueron poniendo serios. Por eso Bogado había empezado a asustarse y a tratar de pararlo, de llamarlo a la realidad, de demostrarle que todo era una locura.

Pero cuando más discuten más siente Bogado que el Hormiga se agranda, se afirma, crece en lo suyo. Y peor aún, Bogado palpa en el aire que los demás se van encandilando con su fantasía. Y esa estupidez de haberle mentado el asunto del trabajo. El flanco más fuerte del Hormiga, precisamente.

Porque el tipo ha sacrificado dos años de su vida para eso. No es el único trabajo que el Hormiga puede hacer, ni el mejor pago. Sin ir más lejos el año pasado José le ofreció un reparto de quesos. Buena guita, porque necesitaba alguien de confianza, y el Hormiga, además de todo, es derecho como una estaca. Pero contestó que no, porque no podía dejar “aquello” sin terminar.

Esa es la cagada. Que el Hormiga habla desde la autoridad que nace del sacrificio y la voluntad. No se llena la boca con bravuconadas. Puede tener un plan ridículo. Puede ser una imbecilidad. Pero el Hormiga se la jugó en el asunto, y se la sigue jugando. A Bogado le está costando discutir, encontrar argumentos terminantes, porque se ha pasado la mitad de la velada preguntándose si el hubiese sido capaz de un sacrificio como ése, durante tanto tiempo, y no puede contestarse del todo.

Y más que nada por algo así, por algo que se supone que es una estupidez en la vida de la gente. Bancarse un laburo mal pago, con jefes hijos de puta, con unos francos rotativos de porquería, para darle de comer a la familia, Bogado lo hace sin dudar un instante y lo mismo cualquiera de los que están reunidos alrededor de la mesa. Pero acá no se trata de alimentar a la familia, si no de algo distinto. El Hormiga hace eso por un amor diferente, que la mayoría seguro que no entiende. Pero Bogado sí, y los otros también, la puta madre. Y por eso Bogado intuye que al Hormiga no hay con qué darle, y mientras intenta pincharle el globo se siente un sicario indigno y traidor.

Bogado trata de detenerse. No puede mezclarse en semejante embrollo, porque lo de terminar todos presos va en serio. Por eso lo enloqueció al otro con sus objeciones. Y le ha hecho mil quinientas porque el plan del Hormiga es imposible. Un sueño. Una utopía. Y aun cuando resulte, ¿qué va a cambiar?

Pero cuando se lo dicen los mira con esa cara de iluminado, con esa expresión de elegido, con esa fe de converso, con esa certidumbre de profeta, y los deja desarmados. O peor, les grita eso de “20 años” y es como que les entierra un clavo filoso entre las costillas; sienten que les chorrea la desolación por las venas y se les enfrían las tripas con el dolor sucio de la humillación y de la burla. Y no se pueden enojar porque el Hormiga, antes que a ellos, se lo está diciendo él mismo. Les dice “20 años” para que les duela, pero ellos saben que a él le duele más decírselo a sí mismo, lo lacera más que a nadie volver a escuchar esa cifra de escalofrío que ya le pesa como un ropero de plomo sobre el alma.

Y parece como si el Hormiga supiese que Bogado está a punto de derrumbarse, porque con uno de los marcadores que estuvo usando para las cruces y para las flechas escribe 1974-1994; esos ocho números a Bogado se le clavan en las entrañas y empieza a sentir que se le desinflan los argumentos y se le enturbia la lógica. Hace un último esfuerzo:

  • Hormiga, te lo pido por favor. Pensá lo que decís. No tiene gollete. Aparte, suponiendo que no nos agarren, ¿para qué va a servir?¿No te das cuenta? Es un sueño, Hormiga, una fantasía.

El otro tarda en contestar, y cuando habla usa un tono mucho más enérgico, tal vez angustiado, casi como si estuviese a punto de largarse a llorar, como si las palabras le saliesen crudas, como si proviniesen de un lugar demasiado hondo como para cocinarlas antes de pronunciarlas: -Ya sé, Santiago. Ya lo sé. Pero no me puedo quedar con los brazos cruzados. ¿Qué querés que le haga?

Bogado no sabe qué contestar. ¿Qué puede retrucarle? El Hormiga no sabe qué hacer. Bogado tampoco. Al Hormiga le duele el alma con ese dolor que sólo entienden algunos. A Bogado también. Pero mientras el Hormiga soñó, calculó, laburó, investigó, planeó y preparó, él, Santiago Bogado, no ha hecho más que lamentarse y sufrir, sin mover un dedo. No sabe qué contestar y simplemente suspira, claudicando.

Carucha, que estuvo en silencio desde el comienzo, dice: “Yo me prendo”. José se apunta: “Yo también”. Bogado sacude la cabeza, con los ojos bajos. Sergio apoya a los otros, y los restantes dudan un segundo y hacen lo mismo. El Hormiga no dice nada. Sigue esperando las palabras de Bogado.

Bogado repasa todas las cosas estúpidas que hizo a lo largo de su vida y siente que está a punto de cometer la peor de todas. Algo lo tranquiliza: la mayor parte de esas estupideces las cometió por la misma causa que lo lleva a lo que está a punto de perpetrar, y tan mal no le ha ido. Toma aire buscando los últimos gramos de decisión que le faltan, alza la mirada hacia el Hormiga y pregunta: ¿Cuándo?”.

Veinte horas después están todos, excepto el Hormiga, en un baño de hombres, embutidos en dos retretes contiguos; de pie, pegados unos a otros, inmóviles y silenciosos, a oscuras. Bogado no siente los pies, adormecidos como están por el plantón. Lleva cinco horas ahí adentro, siguiendo la expresa indicación del Hormiga. Entró al baño, pasó de largo frente a la larga hilera de mingitorios y se metió en el último compartimiento de los inodoros. A las seis llegó Carucha. Seis y media, Ernesto. A las siete, Rubén. Los otros tres se acomodaron en el de al lado a medida que fueron llegando, siempre a intervalos de media hora. Al principio Bogado tenía los nervios de punta. ¿Qué iban a decir si los encontraban? El Hormiga había insistido: “Ese baño no lo revisan nunca y lo limpian cada muerte de obispo”.

Ahora Bogado está más calmado porque parece ser cierto. A las diez apagaron las luces. Carucha enciende de vez en cuando una linternita en forma de lapicera que lleva en la campera y Bogado ve los rostros de los todos como si fueran espectros o personajes de una película de vampiros. El que no quiere callarse es Rubén. En un cuchicheo casi permanente jode, se queja del dolor de gambas, pregunta cada diez minutos cuánto falta. De vez en cuando lanza una risita nerviosa, pero Bogado no teme que vaya a quebrarse. Simplemente muestra un poco más sus nervios, nada más. Él está igual, aunque la juegue de duro y de tranquilo.

A las doce empiezan a acalambrársele las piernas, pero aunque se muere de ganas de salir a dar unos pasos no se anima a desobedecer la orden del Hormiga. A la una escuchan que se abre y se cierra la puerta vaivén del ingreso. Unos pasos rápidos se dirigen en la oscuridad hacia el escondite: “Soy yo”, dice el Hormiga en un murmullo, justo cuando a Bogado está a punto de salírsele el corazón del cuerpo: “¿Cómo van?” contesta Carucha por todos y el Hormiga promete volver a las tres en punto.

A Bogado esas dos horas se le hacen eternas. Repasa una y otra vez la conversación del día anterior y se putea en silencio por haber aceptado semejante idea. Pero no dice nada. Los demás parecen convencidos, o por lo menos no ponen nerviosos a los otros planteando en voz alta sus dudas. Al cabo de un tiempo que parece infinito, Carucha anuncia que son las tres menos dos minutos.

Puntual, vuelve a abrirse la puerta. El Hormiga les dice que salgan. Primero tienen que apretarse contra la pared trasera, y Rubén debe subirse con cuidado al inodoro para hacer lugar suficiente para abrir la puerta. Iluminados a retazos mínimos por la linternita de Carucha mientras se contorsionan para salir de ese escondrijo, parecen títeres torpes. Cuando le toca el turno, Bogado tiene que contener una exclamación de dolor al poner en movimiento sus rodillas entumecidas. No ha dado diez pasos cuando el Hormiga los manda a todos cuerpo a tierra. Bogado se acuesta lo más rápido y silenciosamente que puede. No logra evitar que su nariz choque con el zapato de José, que acaba de aterrizar delante de él. Se palpa a ciegas, tratando de determinar si está sangrando. Cree que no. A una nueva orden del Hormiga, vuelven a ponerse en movimiento.

Bogado se alegra de que lo hayan repetido la noche anterior hasta el cansancio, después de que él se rindiera y aceptase la propuesta del Hormiga. “Al llegar a la puerta, cruzar cuerpo a tierra el pasillo, que va a estar a oscuras. Al sentir el mueble, girar a la derecha y avanzar quince metros, hasta el extremo de la larga repisa. Van a sentir olor a jabón en polvo”. Cuando el olor dulzón que suele saturar el lavadero de su casa le penetra en la nariz magullada Bogado comprueba que las instrucciones son precisas. Sigue recordando: “Ahí se complica un poco, porque tienen que cruzar el pasillo central: tres metros libres. Pero tenemos una ayuda: armaron una isla central con una oferta de papel higiénico que tapa bastante la cámara más cercana. Pasen rápido, a intervalos de un minuto, siempre pegados al piso. Eso sí: no toquen la pila de rollos porque es muy liviana, y si la tiran a la mierda no nos salva nadie”. Bogado pasa último, porque el Hormiga le pidió que cierre la marcha. Por un lado lo hace sentir bien esta confianza en su persona, pero al mismo tiempo teme a cada minuto que alguien salga de la oscuridad y lo levante del pescuezo con un manotazo. Se da vuelta y nada: la penumbra desierta, apenas las frías luces de emergencia llenando de sombras raras los pasillos.

A las tres y cuarto hacen un alto. Como está previsto, el Hormiga se levanta como si nada y camina resueltamente hacia otro extremo del enorme salón, donde están reunidos sus compañeros de trabajo. Vuelven a los cinco minutos. “Todo en orden”, asegura antes de volver a su puesto a la cabeza de la extraña víbora que forman los cuerpos reptando sobre el piso frío.

Es entonces cuando reemprenden la marcha y Bogado ve unas cuantas baldosas del piso frente a sí que, como si una llamarada súbita lo hubiese incinerado en el fuego de la revelación, toma conciencia del sitio en que se encuentra. No ha vuelto ahí en todos esos años, tan grandes son el dolor y la nostalgia. Otros sí han vuelto. Se lo han dicho. Pero él nunca fue capaz. No ha querido siquiera pasar por la calle ni por el barrio. Y ahora está ahí. Ahí metido.

Se abstrae del trance que está atravesando y de los objetos extraños y profanos que lo rodean. Se imagina tendido igual, de cara al piso, pero no sobre esas frías baldosas anodinas sino sobre el suelo que la escatiman. Se imagina la noche estrellada que, más allá del edificio que subrepticiamente recorren, baña de luz ese campo oculto bajo el cemento. Le gusta pensarse así, como visto desde el cielo, bañado por la luz azul de las estrellas, acurrucado en esa cuna de pasto crecido, y el miedo se le va derritiendo como un mal sueño. Con los dedos enguantados acaricia esas baldosas tristes y las baña con unas lágrimas contenidas durante demasiado tiempo.

Da vuelta el último recodo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguen el bulto que hacen sus amigos irguiéndose. Los imita. El Hormiga los ubica en los extremos de la enorme góndola, cuatro de cada lado. “A la una, a las dos, a las tres”. Todos empujan al unísono y logran mover el catafalco unos diez centímetros. Repiten el procedimiento varias veces.

-¿Hora?- pregunta el Hormiga.

  • Tres y media –contesta Sergio.

  • Estamos justo –responde el otro.

El Hormiga se inclina y enciende su linterna. Saca una barra de acero bruñido y hace palanca sobre una baldosa, que se levanta casi sin ruido. La dedicación de la Hormiga sigue conmoviendo a Bogado. Noche a noche, para no hacer bochinche en el momento definitivo, ha corrido solo la góndola, y ha limado la pastina y el adhesivo hasta socavar la mezcla. Levanta otra baldosa. Queda al descubierto un boquete estrecho, sobre un contrapiso gris y parejo.

El Hormiga pregunta de nuevo la hora.

-Menos veinticinco –responde Sergio

  • Es ahora – retruca el primero.

Han formado una ronda alrededor del boquete. En ese momento se enciende un motor ruidoso a la distancia. Bogado está maravillado: los cálculos de Hormiga son exactos hasta en la hora en que se encienden las pulidoras del hall central.

A una señal, Rubén y Sergio sacan dos mazas y dos cortafierros con las cabezas envueltas en trapos gruesos, y empiezan a dar golpes sobre el agujero del piso. Bogado siente como si el ruido fuese atronador. Pero pasan los minutos y nadie viene desde la oficina de los guardias. Evidentemente las lustradoras tapan el sonido. A otra señal del Hormiga, Carucha y Ernesto reemplazan a los otros. Los demás miran extasiados. No pueden apartar los ojos de ese hueco que se ensancha. Se supone que uno de ellos –Bogado ya no recuerda cuál, ni le importa- debe estar de pie en el extremo de la góndola, vigilando el pasillo central y la línea de cajas, pero ninguno puede sustraerse al hechizo proverbial que toma forma en el centro de la ronda.

Cuando le toca el turno, a las cuatro menos diez, Bogado siente que flota en una excitación sin edad. Piensa en su tío, pero trata de borrarlo de su pensamiento por miedo a quebrarse tan cerca del triunfo. El Hormiga, olvidado de su papel de estratega, da vueltas y saltitos asomándose sobre las cabezas inclinadas, y repite como loco: “Ahora sí, muchachos. Ahora van a ver. Ahora se nos da. Es cuestión de sacar de acá y poner allá, en el Bajo. Se acabó la malaria, van a ver, se los juro”. Y Bogado siente, mientras golpea frenético el cemento, que es verdad, que es cierto, que esta vez se corta el maleficio, y que son ellos los ángeles custodios del milagro.

Bogado siente una oleada de pasmo. El cortafierro acaba de hundirse, bajo el contrapiso, en una materia blanda. No puede contener un gritito. El Hormiga apunta la linterna al agujero. Una masa cenicienta y blanda yace bajo los restos de los escombros. No pueden controlarse. Se lanzan al unísono a escarbar con las manos desnudas, unos sobre otros. Dan las cuatro, pero no lo notan. Rubén, de repente, pide casi a gritos que se iluminen la mano. Ocho pares de ojos se clavan en su puño. Tiene la piel arañada, las uñas rotas, el anillo de casamiento opaco y cruzado de raspones. Y bien aferrado, como si fuera un tesoro de cuento, un puñado de tierra negra que asoma entre sus dedos crispados. Bogado trata de contener las lágrimas, pero cuando escucha los sollozos de Carucha, y cuando ve que Sergio se hinca de rodillas y se tapa la cara para que nadie lo vea, se lanza a moquear sin vergüenza.

El Hormiga se adelanta. Los demás le abren un espacio en el medio. Se hinca con la dignidad de un sacerdote egipcio que se dispone a escrutar las más oscuras trampas del destino. Sergio levanta la linterna y le ilumina las manos mientras recoge trocitos del tesoro en un frasco de vidrio. Cuando termina se pone de pie. Alza el brazo derecho con el frasco en alto. Vacíos de palabras, los ocho se apilan en un abrazo. Tardan en destrenzarse. A una orden del Hormiga salen disparando hacia una salida de emergencia.

En la cabina de control de cámaras, un guardia frunce el entrecejo. Otro le pregunta qué le pasa. El guardia piensa antes de responder. Esos monitores color son muy lindos, pero todavía no se acostumbra. Igual contesta que no pasa nada. Teme que su compañero piense que está loco si le dice que creyó ver, a la altura de la góndola de los fideos, pasar corriendo a unos tipos vestidos con camiseta de San Lorenzo. [/spoiler]

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Lean ese, es genial.

Ahora lo leo y te cuento.

despues los leo.
Que lindo es el futbol, ir a la cancha, llegar caminando, escuchar los bombos, ver toda la gente que se acerca, como se va llenando la cancha, gritar un gol, quedarte cantando.
Ni hablar si vas a ver a un equipo de barrio, ver como llegan todos a la tribuna y se saludan, siempre ver a los mismos en el mismo lugar y no saber quienes son ni como se llaman y sentir que los conoces de siempre. Abrazarte con alguien que no conoces y que te estuviste puteando todo el partido por que era insoportable y que llegue el minuto 90 y Ortega haga un gol por arriba del arquero y abrazarte con ese, todas las cosas que hacen tan lindo al futbol.

:oops: